quinta-feira, 10 de maio de 2012

León Magno, eleccion de obispos

339B1. «Faraonización» del ministerio En el proceso de «asimilación al imperio» que se abre en la Iglesia de esta época, sucede que los obispos se convierten en grandes señores del imperio y en grandes señores de la Iglesia. Se produce aquí un cambio de tal envergadura que ha podido hablarse de una cierta «faraonización» de los ministerios, sobre todo del ministerio episcopal: «Los 'ministerios', de puros 'servicios' que eran, pasan a ser 'poderes', y los ministros o servidores llegaron a adoptar hasta la indumentaria faraónica de los poderosos amos del imperio romano y de otros ámbitos de poder. Hasta la propia iconografía produjo, sobre todo en el oriente, la figura del Cristo Pantokrátor, ataviado con vestiduras regias que, según las primeras comunidades, sólo los enemigos pusieron sobre el cuerpo de Jesús para burlarse de él (Lc 23,11). En una palabra: ya la burla ha dejado de serlo, y no hace falta ningún maléfico Herodes para que los que se presentan como representantes de Jesús de Nazaret luzcan como sagradas unas vestiduras que en su origen fueron sólo una burla sacrílega. Y esta actitud faraónica de los ministros de la Iglesia no se releva únicamente a los símbolos externos, sino que incluía toda la tramoya del poder en todos sus ámbitos: político, social, económico e incluso judicial»F56F. Las nuevas «insignias» de que se reviste el obispo (desde el palio y la estola hasta el anillo, báculo y mitra) son símbolos del personaje «insigne» que ha pasado a ser, con enorme consideración social, con trato honorífico por parte de los emperadores y en el interior de la Iglesia. Desde comienzos del siglo V se aplica a los obispos el título de «summus pontifex», frente al «pontifex maximus» imperial, un título que hasta el siglo XII no queda reservado al papa. 111 Se explica así que el cargo de obispo se vuelva altamente apetecible, como fuente de privilegios, y como forma de tener en propias manos todos los resortes para ejercer un influjo poderoso en los asuntos de la Iglesia. Con todo ese bagaje, los obispos empiezan a ejercitar en la Iglesia un tipo de autoridad semejante en gran medida a la autoridad de este mundo. 92B340B2. Protagonismo del clero Una consecuencia eclesiológica de gran alcance se deduce de aquí, como ya hemos insinuado: el enorme protagonismo del clero dentro de la Iglesia, con gran detrimento del protagonismo del pueblo. La distinción entre clérigos y laicos empieza a adquirir esos rasgos característicos que se irán acrecentando a lo largo de los siglos y llegan hasta nosotros: división de la Iglesia en dos «categorías» de cristianos, en dos sectores perfectamente distintos que separan a los que tienen «poderes» de los que no los tienen, a los que gobiernan de los que son gobernados, releganlo al olvido la «comunión» eclesial. Reducidos los laicos a la pasividad y a la receptividad, desaparece el verdadero sentido de la comunidad cristiana, y los clérigos, en lugar de «sirvientes» de la comunidad, resulta que son ellos la comunidad, los que constituyen propiamente la Iglesia. Así la «jerarquía» adquiere sentido y consistencia en sí misma, como realidad autónoma y autosuficiente en la Iglesia, y como el sujeto de los privilegios civiles que vienen del imperio cristiano. Con esto, la Iglesia se convierte cada vez más en un cuerpo llamativamente deforme: por hipertrofia de la cabeza, y por atrofia de los demás miembros del cuerpo. Dada la situación de privilegio, crecen en importancia las «ordenes» dentro del «orden» clerical: por debajo de los diáconos, los subdiáconos; y luego las «órdenes menores» (ostiarios, lectores, exorcistas, acólitos), precedidas por la «tonsura», como signo de entrada en el «estado» clerical, previo a todo ejercicio de funciones. Cada «orden» se convierte en peldaño para ascender a otro «orden» superior, más privilegiado, hasta el punto de asimilar el ministerio eclesiástico a la carrera militar. Esta situación de privilegio contribuye también a la separación del estamento clerical respecto a los «laicos», que son ya el pueblo cristiano en general. El clero se concentra cada vez más en torno al altar, y, como personaje sagrado que se dedica a las cosas santas, debe revestirse de una forma de santidad que, ya en los siglos IV y V, significa asemejarse a los monjes. Los monjes surgen como protesta contra la mundanización de la Iglesia, y como huida del mundo para imitar, en forma ascética, la entrega hasta la muerte de los mártires. Nace así, entre los clérigos, la «ley de continencia» que, aunque en principio puede justificarse por el 112 57 Véase la cita del papa Siricio (384‐399), en J. I. González Faus, Hombres de la Comunidad, 126. 58 Parece ser que la primera alusión a la «ley de continencia» del clero aparece en el sínodo de Elvira (Granada) hacia el año 306, pero sólo a partir de finales del siglo IV aparece con frecuencia en decretales pontificias y sínodos de distintas regiones eclesiásticas, fundamentándola casi siempre en las exigencias de la «pureza cultual» (véase H. Jedin, o. c., II, 380‐385). 59 Así aparece ya en las Constituciones apostólicas, II, 57, 4‐5, compilación hecha por Julián de Halicarnaso en la segunda mitad de! siglo IV, a base de escritos anteriores como la Didajé, la Didascalía, etc. 60 Cf. E. Schillebeeckx, El ministerio eclesial, 77‐83. hecho de «estar absorbidos por las obligaciones constantes de sus trabajos»F57F, pronto empieza a sacralizarse, y a entenderse en referencia a la «pureza cultual», y como imitación de los monjes por parte de quienes no pueden retirarse al desierto, pero deben llevar una vida ascética de santidad exigida por su trato de los «venerandos misterios»F58F. Como consecuencia, esta separación se manifiesta cada vez más claramente en las celebraciones litúrgicas. En las basílicas hay ya un espacio reservado al clero, una especie de «sancta sanctorum», y otro gran espacio para los laicos, que empiezan a ser los «asistentes» a un espectáculo en que los verdaderos «celebrantes» son los clérigosF59F. De este modo, se va forjando una configuración de Iglesia dividida en compartimientos que, en gran medida, son compartimientos estancos. Desde esta época son ya fundamentalmente estos tres: el clero, los monjes y los laicos. 93B341B3. El caso particular de la elección de los obispos En medio de esta evolución perdura, a pesar de todo, la conciencia y la práctica, aunque con no raras excepciones, de la participación del pueblo en la elección de los candidatos al ministerio eclesiástico, sobre todo en la elección de los obispos. El célebre canon 6 del concilio de Calcedonia (451) no sólo condena las «ordenaciones absolutas» de presbíteros y diáconos (es decir, «sin que se le asigne claramente una comunidad local en la ciudad o en el campo»), sino que, en el espíritu del «derecho divino» del pueblo cristiano a la elección de sus dirigentes, de que hablaba san Cipriano, se determina que tales ordenaciones son «nulas e inválidas»F60F. Esta decisión del concilio apunta en varias direcciones: — La «jeirotonía», o mano alzada, como elemento constitutivo de la «ordenación». — La conciencia de que los presbíteros y diáconos no son meros «instrumentos» del obispo, que él pueda ordenar a voluntad y destinar luego a su antojo. La elección por parte del pueblo da al presbiterado consistencia propia, y no es un mero analogado inferior del orden episcopal. Algo que asoma de nuevo en el Vaticano II (LG 21 y 25). 113 61 San León Magno, Ad Anastasium. PL. 54, 633‐634. 62 Id., Ep. 13, 3: PL 5.1, 665. Puede decirse que, con lo ocurrido más tarde sobre este punto, "se ha producido, históricamente, una ruptura con el antiguo ordenamiento eclesial. (E. Schillebeeckx, o. c., 80, nota 6). Es muy probable que «la intervención total del papa en el nombramiento de los obispos no se imponga plenamente hasta la época de Avignon. Por aquella época, los papas andaban muy necesitados de dinero para mantener la fastuosa corte aviñonense, y el obispo que era nombrado por el papa debía entregarle un año entero de sus rentas» (J. I. González Faus, o. c., 127, nota 121). 63 Id. Ep. 119, 6: PL 54, 1046. — El rechazo de la ordenación «para sí mismo», que empezaba a darse entre los monjes y los «presbíteros en comunidad» de san Agustín. A pesar de las prácticas en contra, es evidente que este canon, de mediados del siglo V, reprueba tales prácticas, y debe seguir interpelándonos en la Iglesia actual. Los papas, a lo largo de todo el siglo V, defienden ininterrumpidamente la participación del pueblo en la elección de los obispos. Pero es san León Magno el que ha dejado constancia mayor de esta conciencia. Lo mismo que Cipriano, León Magno afirma tajantemente: «No se debe ordenar obispo a nadie contra el deseo de los cristianos y sin haberles consultado expresamente al respecto». Y formula algo que responde más bien a razones de elemental sentido común: «El que ha de presidir a todos, que sea elegido por todos», porque «al que es conocido y aprobado se le reclama con paz, mientras que al desconocido es menester imponerlo por la fuerza», y será constantemente «materia de disensión»F61F. Contra la práctica de ciertos «metropolitanos» de reservarse el nombramiento de «sus» obispos, León Magno escribe a uno de ellos: «No es licito a ningún metropolitano consagrar obispo a alguien por su cuenta, sin contar con el consentimiento del pueblo y del clero, sino que debe poner al frente de la Iglesia al que haya elegido toda la ciudad»F62F. Sin embargo, empieza a fallar el derecho de los laicos a «enseñar» y «predicar», sobre todo en presencia del clero. Aunque en los Statuta Ecclesiae Antiquae se reconoce aún ese derecho, san León Magno lo rechaza expresamente, tanto para los laicos como para los monjes, y lo reserva en exclusiva para el «orden sacerdotal», fundándolo además en la diversidad de miembros y de funciones que hay en el «cuerpo de Cristo», pero donde unos miembros son «superiores» y otros «inferiores»F63F. A pesar de todo, hubo todavía importantes teólogos seglares durante esta época. También se puede comprobar en este tiempo la participación del pueblo en la elección de una serie de papas, aunque «el ansia desenfrenada de la dignidad episcopal romana» volvía con 114 64 Baste recordar, por ejemplo, le elección del papa Dámaso (366‐384), en que el enfrentamiento entre los partidarios de los dos pretendientes produjo centenares de muertos, y obligó a una intervención cada vez mayor de la autoridad imperial (véase H. Jedin, o. c., II, 344). No obstante, todavía en el 418 el emperador Honorio dispone que «sí en el futuro volvía a darse el caso de tuna doble elección en Roma, la comunidad entera designaría en una nueva elección al obispo romano» (Ibíd.. 359). frecuencia prácticamente imposible la participación popularF64F. Lo cual nos lleva de la mano a otro tema importante: la consolidación progresiva del primado romano. 94B Rufino Velasco, Teólogo español

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