quinta-feira, 10 de maio de 2012

León Magno, eleccion de obispos

339B1. «Faraonización» del ministerio En el proceso de «asimilación al imperio» que se abre en la Iglesia de esta época, sucede que los obispos se convierten en grandes señores del imperio y en grandes señores de la Iglesia. Se produce aquí un cambio de tal envergadura que ha podido hablarse de una cierta «faraonización» de los ministerios, sobre todo del ministerio episcopal: «Los 'ministerios', de puros 'servicios' que eran, pasan a ser 'poderes', y los ministros o servidores llegaron a adoptar hasta la indumentaria faraónica de los poderosos amos del imperio romano y de otros ámbitos de poder. Hasta la propia iconografía produjo, sobre todo en el oriente, la figura del Cristo Pantokrátor, ataviado con vestiduras regias que, según las primeras comunidades, sólo los enemigos pusieron sobre el cuerpo de Jesús para burlarse de él (Lc 23,11). En una palabra: ya la burla ha dejado de serlo, y no hace falta ningún maléfico Herodes para que los que se presentan como representantes de Jesús de Nazaret luzcan como sagradas unas vestiduras que en su origen fueron sólo una burla sacrílega. Y esta actitud faraónica de los ministros de la Iglesia no se releva únicamente a los símbolos externos, sino que incluía toda la tramoya del poder en todos sus ámbitos: político, social, económico e incluso judicial»F56F. Las nuevas «insignias» de que se reviste el obispo (desde el palio y la estola hasta el anillo, báculo y mitra) son símbolos del personaje «insigne» que ha pasado a ser, con enorme consideración social, con trato honorífico por parte de los emperadores y en el interior de la Iglesia. Desde comienzos del siglo V se aplica a los obispos el título de «summus pontifex», frente al «pontifex maximus» imperial, un título que hasta el siglo XII no queda reservado al papa. 111 Se explica así que el cargo de obispo se vuelva altamente apetecible, como fuente de privilegios, y como forma de tener en propias manos todos los resortes para ejercer un influjo poderoso en los asuntos de la Iglesia. Con todo ese bagaje, los obispos empiezan a ejercitar en la Iglesia un tipo de autoridad semejante en gran medida a la autoridad de este mundo. 92B340B2. Protagonismo del clero Una consecuencia eclesiológica de gran alcance se deduce de aquí, como ya hemos insinuado: el enorme protagonismo del clero dentro de la Iglesia, con gran detrimento del protagonismo del pueblo. La distinción entre clérigos y laicos empieza a adquirir esos rasgos característicos que se irán acrecentando a lo largo de los siglos y llegan hasta nosotros: división de la Iglesia en dos «categorías» de cristianos, en dos sectores perfectamente distintos que separan a los que tienen «poderes» de los que no los tienen, a los que gobiernan de los que son gobernados, releganlo al olvido la «comunión» eclesial. Reducidos los laicos a la pasividad y a la receptividad, desaparece el verdadero sentido de la comunidad cristiana, y los clérigos, en lugar de «sirvientes» de la comunidad, resulta que son ellos la comunidad, los que constituyen propiamente la Iglesia. Así la «jerarquía» adquiere sentido y consistencia en sí misma, como realidad autónoma y autosuficiente en la Iglesia, y como el sujeto de los privilegios civiles que vienen del imperio cristiano. Con esto, la Iglesia se convierte cada vez más en un cuerpo llamativamente deforme: por hipertrofia de la cabeza, y por atrofia de los demás miembros del cuerpo. Dada la situación de privilegio, crecen en importancia las «ordenes» dentro del «orden» clerical: por debajo de los diáconos, los subdiáconos; y luego las «órdenes menores» (ostiarios, lectores, exorcistas, acólitos), precedidas por la «tonsura», como signo de entrada en el «estado» clerical, previo a todo ejercicio de funciones. Cada «orden» se convierte en peldaño para ascender a otro «orden» superior, más privilegiado, hasta el punto de asimilar el ministerio eclesiástico a la carrera militar. Esta situación de privilegio contribuye también a la separación del estamento clerical respecto a los «laicos», que son ya el pueblo cristiano en general. El clero se concentra cada vez más en torno al altar, y, como personaje sagrado que se dedica a las cosas santas, debe revestirse de una forma de santidad que, ya en los siglos IV y V, significa asemejarse a los monjes. Los monjes surgen como protesta contra la mundanización de la Iglesia, y como huida del mundo para imitar, en forma ascética, la entrega hasta la muerte de los mártires. Nace así, entre los clérigos, la «ley de continencia» que, aunque en principio puede justificarse por el 112 57 Véase la cita del papa Siricio (384‐399), en J. I. González Faus, Hombres de la Comunidad, 126. 58 Parece ser que la primera alusión a la «ley de continencia» del clero aparece en el sínodo de Elvira (Granada) hacia el año 306, pero sólo a partir de finales del siglo IV aparece con frecuencia en decretales pontificias y sínodos de distintas regiones eclesiásticas, fundamentándola casi siempre en las exigencias de la «pureza cultual» (véase H. Jedin, o. c., II, 380‐385). 59 Así aparece ya en las Constituciones apostólicas, II, 57, 4‐5, compilación hecha por Julián de Halicarnaso en la segunda mitad de! siglo IV, a base de escritos anteriores como la Didajé, la Didascalía, etc. 60 Cf. E. Schillebeeckx, El ministerio eclesial, 77‐83. hecho de «estar absorbidos por las obligaciones constantes de sus trabajos»F57F, pronto empieza a sacralizarse, y a entenderse en referencia a la «pureza cultual», y como imitación de los monjes por parte de quienes no pueden retirarse al desierto, pero deben llevar una vida ascética de santidad exigida por su trato de los «venerandos misterios»F58F. Como consecuencia, esta separación se manifiesta cada vez más claramente en las celebraciones litúrgicas. En las basílicas hay ya un espacio reservado al clero, una especie de «sancta sanctorum», y otro gran espacio para los laicos, que empiezan a ser los «asistentes» a un espectáculo en que los verdaderos «celebrantes» son los clérigosF59F. De este modo, se va forjando una configuración de Iglesia dividida en compartimientos que, en gran medida, son compartimientos estancos. Desde esta época son ya fundamentalmente estos tres: el clero, los monjes y los laicos. 93B341B3. El caso particular de la elección de los obispos En medio de esta evolución perdura, a pesar de todo, la conciencia y la práctica, aunque con no raras excepciones, de la participación del pueblo en la elección de los candidatos al ministerio eclesiástico, sobre todo en la elección de los obispos. El célebre canon 6 del concilio de Calcedonia (451) no sólo condena las «ordenaciones absolutas» de presbíteros y diáconos (es decir, «sin que se le asigne claramente una comunidad local en la ciudad o en el campo»), sino que, en el espíritu del «derecho divino» del pueblo cristiano a la elección de sus dirigentes, de que hablaba san Cipriano, se determina que tales ordenaciones son «nulas e inválidas»F60F. Esta decisión del concilio apunta en varias direcciones: — La «jeirotonía», o mano alzada, como elemento constitutivo de la «ordenación». — La conciencia de que los presbíteros y diáconos no son meros «instrumentos» del obispo, que él pueda ordenar a voluntad y destinar luego a su antojo. La elección por parte del pueblo da al presbiterado consistencia propia, y no es un mero analogado inferior del orden episcopal. Algo que asoma de nuevo en el Vaticano II (LG 21 y 25). 113 61 San León Magno, Ad Anastasium. PL. 54, 633‐634. 62 Id., Ep. 13, 3: PL 5.1, 665. Puede decirse que, con lo ocurrido más tarde sobre este punto, "se ha producido, históricamente, una ruptura con el antiguo ordenamiento eclesial. (E. Schillebeeckx, o. c., 80, nota 6). Es muy probable que «la intervención total del papa en el nombramiento de los obispos no se imponga plenamente hasta la época de Avignon. Por aquella época, los papas andaban muy necesitados de dinero para mantener la fastuosa corte aviñonense, y el obispo que era nombrado por el papa debía entregarle un año entero de sus rentas» (J. I. González Faus, o. c., 127, nota 121). 63 Id. Ep. 119, 6: PL 54, 1046. — El rechazo de la ordenación «para sí mismo», que empezaba a darse entre los monjes y los «presbíteros en comunidad» de san Agustín. A pesar de las prácticas en contra, es evidente que este canon, de mediados del siglo V, reprueba tales prácticas, y debe seguir interpelándonos en la Iglesia actual. Los papas, a lo largo de todo el siglo V, defienden ininterrumpidamente la participación del pueblo en la elección de los obispos. Pero es san León Magno el que ha dejado constancia mayor de esta conciencia. Lo mismo que Cipriano, León Magno afirma tajantemente: «No se debe ordenar obispo a nadie contra el deseo de los cristianos y sin haberles consultado expresamente al respecto». Y formula algo que responde más bien a razones de elemental sentido común: «El que ha de presidir a todos, que sea elegido por todos», porque «al que es conocido y aprobado se le reclama con paz, mientras que al desconocido es menester imponerlo por la fuerza», y será constantemente «materia de disensión»F61F. Contra la práctica de ciertos «metropolitanos» de reservarse el nombramiento de «sus» obispos, León Magno escribe a uno de ellos: «No es licito a ningún metropolitano consagrar obispo a alguien por su cuenta, sin contar con el consentimiento del pueblo y del clero, sino que debe poner al frente de la Iglesia al que haya elegido toda la ciudad»F62F. Sin embargo, empieza a fallar el derecho de los laicos a «enseñar» y «predicar», sobre todo en presencia del clero. Aunque en los Statuta Ecclesiae Antiquae se reconoce aún ese derecho, san León Magno lo rechaza expresamente, tanto para los laicos como para los monjes, y lo reserva en exclusiva para el «orden sacerdotal», fundándolo además en la diversidad de miembros y de funciones que hay en el «cuerpo de Cristo», pero donde unos miembros son «superiores» y otros «inferiores»F63F. A pesar de todo, hubo todavía importantes teólogos seglares durante esta época. También se puede comprobar en este tiempo la participación del pueblo en la elección de una serie de papas, aunque «el ansia desenfrenada de la dignidad episcopal romana» volvía con 114 64 Baste recordar, por ejemplo, le elección del papa Dámaso (366‐384), en que el enfrentamiento entre los partidarios de los dos pretendientes produjo centenares de muertos, y obligó a una intervención cada vez mayor de la autoridad imperial (véase H. Jedin, o. c., II, 344). No obstante, todavía en el 418 el emperador Honorio dispone que «sí en el futuro volvía a darse el caso de tuna doble elección en Roma, la comunidad entera designaría en una nueva elección al obispo romano» (Ibíd.. 359). frecuencia prácticamente imposible la participación popularF64F. Lo cual nos lleva de la mano a otro tema importante: la consolidación progresiva del primado romano. 94B Rufino Velasco, Teólogo español

sábado, 28 de abril de 2012

O silencio- Rufino Velasco

Lo primero que va a proclamar Jesús es una Buena Noticia para los pobres: «Dichosos vosotros los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios»; los pobres, que no tenían nada que decir dentro del pueblo de Israel, ten-drán mucho que decir dentro del Reino de Dios que está a punto de inaugurar en medio de su pueblo. Y a la vez tendrá una mala noticia para los ricos y poderosos del pueblo de Israel: «¡Ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo»; los ricos no necesitan el Reino de Dios, ya se consuelan con su riqueza y con el dominio que tienen sobre los pobres. A medida que transcurre la vida de Jesús, tiene que enfrentarse con los dirigentes de Israel, y, al fin, con los dirigentes del imperio, que son los que le condenan a muerte. Las primeras comunidades cristianas permanecen enfrentadas con los dirigentes tanto de Israel como del imperio porque siguen siendo fieles a lo que les enseñó Jesús por su preferencia por los más débiles y a su re-chazo a los más ricos y poderosos de su tiempo. Pero en el siglo IV se produjo un giro espectacular en la Iglesia de Jesús, por el que empezó a ser religión oficial del imperio romano, el mismo que mató a Jesús. El artífice de esta nueva actitud fue Constantino, y el «constantinismo» es el nombre que se da a este giro insospechado que se produce entre Iglesia e imperio. 1. El constantinismo Constantino es el primer emperador romano que se hizo cargo de que la actitud de enfrentamiento con la Iglesia cristiana no era buena ante todo para el imperio romano. El imperio necesitaba la energía incontenible de la Iglesia para mantenerse en pie ante los peligros que se cernían sobre un imperio decadente. Fruto de esto fue el «edicto de Milán», en que se promulgaba la tolerancia religiosa que Constantino declaraba a la Iglesia cristiana. Pronto se vio el favoritismo en que cayó el empera-dor frente a la Iglesia, y la postración en que se hundió la Iglesia frente al emperador, hasta el punto de no saberse si el imperio se eclesiastizó o la Iglesia se impe-rializó con la nueva situación. Por de pronto, lo primero que aparece es la injerencia del emperador en los asuntos internos de la Iglesia, hasta que él mismo convoca el Concilio de Nicea para arreglar los problemas eclesiásticos. El concilio de Nicea fue el primer concilio de la Iglesia que es convocado por el emperador, sin que contaran para nada los obispos ni siquiera el obispo de Roma. Los obispos se sienten muy a gusto en el palacio imperial, presididos por Constantino en el sillón dorado que estaba reservado para él, pudiendo usar para sus viajes las postas del imperio, de tal manera que los carruajes episcopales les convertían en funcionarios del Estado que habían llegado a ser por el mero hecho de participar en el concilio. En esas circunstancias, la Iglesia «recibía cartas, honores y donaciones de dinero por parte del Emperador». Durante el siglo IV la Iglesia se «imperializa» en muchas de sus pretensiones, sobre todo de sus clases dirigentes. - Los obispos se convierten en grandes señores den-tro de la Iglesia cristiana, hasta el punto de que ha podido hablarse de una cierta «faraonización» del minis-terio episcopal, de modo que se han vuelto irreconoci-bles para muchos cristianos de a pie: vestidos con un ropaje espléndido, con el palio y la estola, con el anillo, báculo y mitra, como propias «insignias» que han llega-do hasta nosotros, son el testimonio de los personajes «insignes» en que se han convertido. Así, la Iglesia de Jesús, contra su misma esencia, comienza a funcionar con aires imperiales a lo largo de toda la Edad Media. - El clero pasa a ser el protagonista en la Iglesia, y dejan de serlo las comunidades locales, como lo habían sido hasta entonces. La «jerarquía» comienza a ser una realidad consistente en sí misma, con todos los privilegios que le vienen del imperio cristiano. Como en el imperio, surgen las órdenes «clericales» y comienza la separación entre el «clero» y los «laicos», que son ya el pueblo cristiano en general. El clero se concentra cada vez más en torno al altar, y en las «basílicas», que eran hasta entonces los palacios de los emperadores, se reserva un espacio para los laicos que empiezan a ser los «asistentes» a un espectáculo en que los «celebrantes» son clérigos. 2. El «poder espiritual» y el «poder temporal» Pero hay más todavía. La reforma de Gregorio VII en el siglo XI es un paso adelante en la Iglesia «imperial»: el poder espiritual de la Iglesia está muy por encima del poder temporal de que gozan los emperadores. Toda la intención de Gregorio VII va dirigida a entender el poder espiritual de la Iglesia totalmente centrado en el papa, o, más exactamente en la «monarquía papal» a la que debe subordinarse enteramente el poder De aquí nacieron los «dictatus papae» que en sus 27 proposiciones, resumen todos poderes fundamentales del papa: la Iglesia romana, fundada por Cristo, es infalible, y, por tanto, es necesario estar de acuerdo con ella para ser considerado católico; el papa es santo automática-mente, una vez ordenado canónicamente; él es el único legislador, fuente y norma de todo derecho, juez supre-mo y universal que no puede ser juzgado por nada ni por nadie; al papa le es permitido destituir a los emperado-res; sólo él puede usar insignias imperiales; es el hombre al cual todos los príncipes besan los pies. Así pues, se trata aquí de una sublimación del papa, en virtud de su «poder espiritual», que le convierte en el mayor soberano de Occidente. No sólo tiene un poder «imperial» sobre todos los emperadores de la tierra, sino que todo el poder temporal de los mismos debe someter-se a su poder espiritual. No sólo puede utilizar «insig-nias imperiales», sino que utiliza la tiara, que usaban los persas y que consta de tres coro-nas por las que el papa desempeña una autoridad que, como papa y obispo, tiene sobre reyes y emperadores que le da el ser representante de Dios y de Cristo en toda la tierra. Por todo ello, el papa tiene «las llaves» del Reino, tanto la llave espiritual como la llave temporal, por las que puede imponerse al poder de todos los potentados de la tierra. La «plenitud de potestad» del papa alude a un poder absoluto, al cual todo está sometido en el cielo y en la tierra por la que puede considerarse como «señor de todos los bienes temporales». De este modo, el papa se convierte en el gran señor de Occidente, y llegará a cumbres insospechadas, tanto en el siglo XIII como en la época del Renacimiento. Cuando, por ejemplo, Inocencio XIII, en el siglo XIII, decía que el papa «está a medio camino entre Dios y el hombre, es menos que Dios pero más que un hombre», está expresando la conciencia de ser, sin comparación, el mayor poder de la tierra, al que debe someterse cual-quier otro poder. Así, este tipo de «monarquía papal» que comienza con Gregorio VII se prolonga a través del segundo milenio de la Iglesia hasta el siglo XX, en el cual sucede esa gran aventura eclesial: el Vaticano II. 3. Juan XXIII: «sacudirse el polvo imperial» No hay remedio mejor para huir del imperialismo en la Iglesia que acudir al Evangelio, que se convierte en «principio evangélico» contra todo el engrandecimiento por el que han pasado los jerarcas en la iglesia. Hay que bajar a ese punto en que todos coincidimos, ser «cristia-nos» sin más, por debajo de todo lo que nos diferencia. Ésta será, sin duda, la gran sacudida del polvo imperial que se ha depositado a lo largo de los siglos en la jerarquía eclesiástica. Lo que hace la Iglesia en el Concilio fue «adquirir una nueva conciencia de sí misma, la conciencia de formar parte de la historia humana como Pueblo de Dios». A pocos extrañará ya que, después se haya producido en la Iglesia una situación de «involución» y «restaura-ción» que volvió prácticamente sospechoso todo lo que había ocurrido en el Vaticano II. En sectores muy influ-yentes de la Iglesia, principalmente de la curia romana, surge muy pronto la necesidad de frenar todo lo que viniera del concilio si no se quiere asistir en poco tiem-po a una completa destrucción de la Iglesia. ¿Qué es lo que molestaba especialmente de esta gran asamblea? Molestaba muy concretamente la postura del concilio de poner en primer plano al «Pueblo de Dios» presentando a la «jerarquía» como enteramente «al servicio» del Pueblo de Dios. ¿Cómo no ver aquí esa pretensión de mantener la «monarquía papal» como centro hegemónico de la primacía sobre el mundo y sobre el poder de los gobier-nos que la minoría conciliar pensaba poder ejercer como Iglesia tal como se había pensado desde siempre, que era como decir desde el constantinismo y desde la época postridentina? Está ya de moda en la actualidad exigir para la Iglesia un protagonismo en los problemas morales y religiosos que nadie puede ocupar en lugar suyo. Es decir, la jerarquía eclesiástica y más particularmente el Vaticano, se siente llamada a ocupar en la actualidad un puesto central en la historia de la humanidad que le otorga la hegemonía en asuntos importantes, como representante que es de la hegemonía de Dios en el mundo. Hay aquí una suerte de imperialismo que le da derecho al papa, y a los demás obispos como legados suyos, a decir cosas sobre el divorcio, el aborto, o los modelos de familia que concuerdan con lo que ha ense-ñado siempre la Iglesia, que sólo ellos pueden decir «en nombre de Dios». Estoy convencido de que, tal como van las cosas, la visión imperial de la Iglesia tiene todavía mucho futuro por delante. P. Rufino Velasco - Madrid.

sábado, 21 de abril de 2012

Bispos na CNBB estão assustados com queda do nº de católicos Nos últimos 20 anos, percentagem caiu de 83,34% para 67,84%; segundo previsão do padre jesuíta Thierry Guertechin, com base em dados do IBGE, nº deve crescer ainda mais. A reportagem é de José Maria Mayrink e publicada pelo jornal O Estado de S. Paulo, 21-04-2012. Ainda na expectativa dos dados coletados pelo Censo de 2010, os 335 bispos que participam da 50ª Assembleia Geral da Conferência Nacional dos Bispos do Brasil (CNBB) estão assustados com a queda no número de católicos no País. Percentagem caiu de 83,34% para 67,84% nos últimos 20 anos. Esses números poderão ser ainda maiores segundo as informações coletadas pelo Instituto Nacional de Geografia e Estatística (IBGE), diz a previsão do padre jesuíta Thierry Lienard de Guertechin, do Instituto Brasileiro de Desenvolvimento (Ibrades), organismo vinculado à CNBB. Padre Thierry apresentou ao episcopado um quadro das religiões baseado em levantamento da Fundação Getúlio Vargas e das Pesquisas de Orçamentos Familiares do IBGE, resultado de entrevistas com 200 mil famílias realizadas antes do censo. "Com certeza, há algumas distorções que espero serem corrigidas pelas estatísticas do IBGE, que ouviu cerca de 20 milhões de brasileiros", disse o diretor Ibrades. Os dados até agora disponíveis subestimam a queda da percentagem de católicos e o crescimento de igrejas evangélicas pentecostais. "Perdemos o povo, porque, se o número absoluto de católicos cresce, caíram os números relativos, que dizem a verdade", alertou o cardeal d. Cláudio Hummes, ex-prefeito da Congregação do Clero no Vaticano e ex-arcebispo de São Paulo. "Não basta fazer uma bela teologia em pequenos grupos, se os católicos que foram batizados não são evangelizados", disse o cardeal na missa dos bispos, na manhã desta sexta-feira, na Basílica de Aparecida. Lembrando que o papa Bento XVI está preocupado com a perda da fé ou descristianização em todo o mundo, a começar pela Europa, d. Cláudio afirmou que "é preciso começar pelo começo" no esforço para garantir a perseverança dos católicos e reconquista daqueles que abandonaram a Igreja. De acordo com os dados apresentados pelo padre Thierry, os evangélicos representam 21,93% da população, enquanto 6,72% declaram não terem religião e 4,62% dizem praticar religiões alternativas. Em sua avaliação, essas porcentagens teriam de ser analisadas com mais rigor, porque refletem um quadro confuso na denominação das crenças. O termo católico aparece em sete igrejas, incluindo a Igreja Católica Romana, enquanto os evangélicos são identificados com mais de 40 denominações. O grupo mais numeroso depois dos católicos é o da Assembleia de Deus, com 5,77%. "O número de seguidores de Edir Macedo, da Igreja Universal do Reino de Deus, que aparece com 1% nas pesquisas é na realidade maior", estima padre Thierry. Ele alerta também para outro fator de distorção, que é a multiplicidade da prática religiosa, as pessoas ouvidas nas pesquisas declaram terem uma religião, mas frequentam mais de uma igreja. Isso ocorre com evangélicos e também com espíritas que se dizem católicos. A prática religiosa pelos batizados é outra coisa que preocupa dos bispos. Os católicos praticantes - aqueles que vão à missa, recebem os sacramentos e participam da comunidade - são apenas 5%, ou cerca de 7 milhões num universo estimado em pouco mais de 130 milhões de fiéis. Entre os evangélicos, a porcentagem é maior. Padre Thierry dá valor relativo ao alto índice de católicos nas últimas décadas do século XIX, quando a sua participação na população ultrapassava 99%. É bom lembrar a perseguição sofrida na época pelas religiões afro-brasileiras e os preconceitos sofridos pelos protestantes, diz o diretor do Ibrades. Ao recuar ainda mais na formação religiosa do povo brasileiro, padre Thierry lembra os cristãos-novos ou judeus convertidos à força ao catolicismo, que também eram perseguidos.

Numero de católicos no Brasil

quinta-feira, 19 de abril de 2012

EL MUNDO AL REVÉS-EDUARDO GALEANO

http://player.vimeo.com/video/7199692

Para debate, artículo de Hans Küng

Joseph Ratzinger –ahora el papa Benedicto XVI– y yo fuimos los teólogos más jóvenes en el Concilio Vaticano II de 1962 a 1965. Ahora somos los mayores y los únicos que seguimos en plena actividad. Siempre entendí que mi trabajo de teólogo estaba al servicio de la Iglesia Católica Romana. Por ello, con ocasión del quinto aniversario de la elección del papa Benedicto XVI, hago este llamado en una carta abierta. Al hacerlo, estoy motivado por mi profundo interés por la Iglesia, que ahora se encuentra en la peor crisis de credibilidad desde la reforma protestante. Por favor, disculpen el formato de una carta abierta; lamentablemente, no tengo otra manera de llegar a ustedes.
Hans Küng, presidente de la Fundación de Ética Global, envía una carta abierta a los obispos católicos del mundo.

Mis esperanzas y las de los católicos que esperan que el Papa encuentre su manera de promover una renovación de la Iglesia y un acercamiento ecuménico en el espíritu del Concilio Vaticano II no han sido, lamentablemente, satisfechas. Su pontificado ha dejado pasar más oportunidades de las que ha tomado: se perdieron las oportunidades de acercamiento con las iglesias protestantes, de la reconciliación a largo plazo con los judíos, del diálogo con los musulmanes en una atmósfera de confianza mutua, de reconciliarse con los colonizados pueblos indígenas de América Latina y de dar asistencia al pueblo de África en su lucha contra el sida. Se perdió, también, la oportunidad de hacer que el espíritu del Concilio Vaticano II sea la brújula de toda la Iglesia Católica.

Este último punto, respetados obispos, es el más serio de todos. Una y otra vez, este Papa agregó calificativos a los textos conciliares y los interpretó contra el espíritu de los padres conciliares:

  • Regresó a los obispos de la tradicionalista Sociedad de Pío X a la Iglesia sin condiciones previas;
    Promueve la medieval Misa Tridentina por todos los medios posibles;
  • Rechaza poner en marcha el acercamiento con la Iglesia Anglicana, que fue presentada en documentos ecuménicos oficiales por la Comisión Internacional Anglicana-Católica Romana;
  • Ha reforzado de manera activa las fuerzas anticonciliares en la Iglesia, designando a funcionarios reaccionarios en puestos clave en la curia y designando obispos reaccionarios en todo el mundo.
  • Y, ahora, sobre estas crisis aparecen escándalos gritados al cielo: la revelación de que clérigos abusaron de miles de niños y adolescentes en todo el mundo. Para hacer las cosas peor, el manejo de estos casos dio a lugar a una crisis de liderazgo sin precedentes y al colapso de la confianza en el liderazgo de la Iglesia. Las consecuencias de la reputación de la Iglesia Católica son desastrosas. Importantes líderes del clero ya lo han admitido. Varios inocentes y comprometidos pastores y educadores están sufriendo el estigma de sospecha que ahora cubre a la Iglesia.

Ustedes, obispos, deben enfrentar la pregunta: ¿Qué le pasará a nuestra Iglesia y a sus diócesis en el futuro?No es mi intención bosquejar un nuevo programa de reforma. Solo quiero hacerles seis propuestas que, estoy seguro, son apoyadas por millones de católicos que no tienen voz en la situación actual.

No se queden callados: Haciéndolo frente a tan serios agravios, se contaminan con la culpa. Cuando crean que algunas leyes, directivas y medidas son contraproducentes, deben decirlo en público. ¡No envíe a Roma muestras de su devoción sino haga un llamado a la reforma!

Empiecen la reforma: Muchos en la Iglesia y en el episcopado se quejan de Roma, pero no hacen nada. Ya sean obispos, sacerdotes o laicos, todos pueden hacer algo para renovar la Iglesia en su propio círculo de influencia. Muchos de los grandes logros que han ocurrido en parroquias individuales y en la Iglesia en general deben su origen a la iniciativa de un individuo o de un pequeño grupo. Como obispos, deben promover y apoyar esas iniciativas, y –en especial, por la situación actual– deben responder a las justas quejas de los fieles.

Actúen en un modo colegiado: Contra la persistente oposición de la Curia, el Concilio Vaticano II decretó la colegiatura del Papa y los obispos. En la era postconciliar, sin embargo, el Papa y la Curia han ignorado este decreto. Apenas dos años después del concilio, el papa Paulo VI publicó su encíclica defendiendo la controvertida ley de celibato sin consultarle a los obispos en lo absoluto. Desde entonces, la política y el magisterio papal han seguido actuando de esa antigua e incolegiada manera. Es por ello que no deben actuar solos, sino más bien en comunidad con otros obispos y con los hombres y mujeres que constituyen la Iglesia.

La obediencia incondicional se debe solo a Dios: Aunque en su consagración episcopal tomaron un juramento de obediencia incondicional al Papa, ustedes saben que la obediencia incondicional nunca se debe a una autoridad humana; esta es solo para Dios. Por eso no deben sentirse limitados por su juramento para decir la verdad sobre la crisis actual que está enfrentando la Iglesia, sus diócesis y sus países. Presionar a las autoridades romanas con el espíritu de la fraternidad cristiana es permisible e, incluso, necesario cuando ellas fallan en cumplir con el Evangelio y su misión.

Trabajen por soluciones regionales: El Vaticano suele hacer oídos sordos a las bien fundadas demandas del episcopado, los sacerdotes y los laicos. Esta es razón suficiente para buscar sabias soluciones regionales. Como están bien al tanto, el rol del celibato –una herencia de la Edad Media– representa un problema particular delicado. En el contexto de los escándalos de abusos del clero de hoy, el celibato ha sido puesto en duda. Contra el deseo expreso de Roma, el cambio se ve apenas posible, pero esto no es razón para la resignación. Conferencias episcopales individuales pueden tomar la delantera con soluciones regionales. Sería mejor, sin embargo, buscar una solución para toda la Iglesia. Por ello:

Convoquen un concilio: Así como el logro de la reforma litúrgica, de la libertad de clero, del ecumenismo y del diálogo interreligioso necesitaron un concilio ecuménico, ahora se necesita un concilio para solucionar los problemas que se intensifican dramáticamente y que piden una reforma. En el siglo previo a la reforma protestante, el Concilio de Constanza decretó que los concilios debían efectuarse cada cinco años. Pero la curia romana logró evadir esta regla exitosamente. Por ello, depende de ustedes presionar para que se llame a un concilio o, al menos, una asamblea representativa de obispos.

Con la Iglesia en una profunda crisis, este es mi llamado, venerables obispos: pongan en uso la autoridad episcopal que fue reafirmada por el Concilio Vaticano II. En esta situación urgente, los ojos del mundo giran hacia ustedes. Innumerables personas han perdido su confianza en la Iglesia Católica. Solo reconociendo abierta y honestamente estos problemas y resolviéndolos y realizando reformas, la confianza puede ser recuperada. Con todo respeto, les pido que hagan su parte en el apostólico “sin miedo’ (Hechos 4: 29,31). Den a sus fieles signos de esperanza y estímulo y den a nuestra Iglesia la brújula para su futura dirección.

Con cálidos saludos en la comunidad de la fe cristiana,
Hans Küng




Jesùs criticò radicalmente la religiòn de su pueblo, y tambièn los cristianos deben criticar a la religiòn - en primer lugar a la suya -, porque èsta siempre tiende a alejarse del camino de Jesùs y a hacerse autònoma, dando satisfacciòn a las necesidades y a los deseos religiosos de los pueblos, pero sin referencia al Reino de Dios.

La historia del cristianismo es la historia del desarrollo de religiones llamadas cristianas y de la crìtica de esas religiones en nombre del camino de Jesùs. Hoy tenemos que ser capaces de expresar lo que Jesùs vino a traer al mundo. Si vino a convocar a la humanidad a seguir su camino, importa en primer lugar saber exactamente cuàl es ese camino que debemos mostrar. Sòlo despuès vendrà la religiòn, segùn la cultura de cada pueblo.

Coreia do Sul um catolicismo vigoroso

Coreia do Sul, o tigre asiático da Igreja
Ali os católicos aumentam numericamente a um ritmo assombroso, cada ano com muitos milhares de novos batizados adultos.
A reportagem é de Sandro Magister e está publicada no sítio italiano Chiesa, 18-04-2012. A tradução é do Cepat.
Os sete anos de pontificado de Bento XVI, completados hoje [19 de abril], estão associados, segundo a opinião habitual, a um declínio generalizado da Igreja.
Mas esta opinião se alimenta de um olhar sobre o cristianismo limitado ao velho continente, isto é, a uma Europa que, com efeito, sofre os golpes de uma crescente secularização.
De fato, basta elevar a vista que a realidade aparece diferente. No último século, a Igreja católica viveu a mais extraordinária fase de expansão missionária de sua história.
No começo do século XX, na África Subsaariana os católicos eram menos de dois milhões de fiéis. Cem anos depois eram 130 milhões.
Também em escala mundial o século XX foi para a Igreja um século de explosão numérica. De 266 milhões do século XIX, os católicos chegaram cem anos depois a ser 1,1 bilhão de fiéis. Multiplicaram-se por quatro, mais que o aumento paralelo da população mundial.
É uma expansão que não dá nenhum sinal de cansaço e que começou, no século XIX, precisamente quando na Europa a Igreja católica sofria ataques de uma cultura e de poderes fortemente hostis ao cristianismo.
Hoje, o quadro é análogo. Para a Igreja católica na Europa são anos magros, mas em outras regiões do mundo acontece o contrário.
A Coreia do Sul, por exemplo, é um país em que o catolicismo cresce a um ritmo assombroso, e precisamente entre os estratos mais ativos e “modernos” da população.
A reportagem que segue abaixo – publicada na Páscoa no Avvenire, o jornal da Conferência Episcopal da Itália – tem por autor um dos maiores especialistas das missões católicas do mundo. Ele mesmo missionário, o padre Piero Gheddo é hoje diretor, em Roma, do Escritório Histórico do Pontifício Instituto para as Missões Estrangeiras.
É autor de numerosos livros e colaborou na redação da Encíclica Redemptoris Missio, de 1990, escrita por João Paulo II.

Seul, uma Páscoa sem precedentes, por Piero Gheddo
Talvez não haja outro país no mundo que no último meio século tenha registrado um crescimento sustentado como o da Coreia do Sul, também nas conversões para Cristo.
De 1960 até 2010, os habitantes passaram de 23 milhões para 48 milhões; o ingresso per capita, de 1.300 para 19.500 dólares; os cristãos, de 2% para 30%, dos quais quase 10-11% (cinco milhões e meio), são católicos; os sacerdotes coreanos eram 250, hoje são 5.000.
Estive pela primeira vez na Coreia do Sul em 1986 com o padre Pino Cazzaniga, missionário do Pontifício Instituto para as Missões Estrangeiras no Japão, que fala o idioma coreano. Já era então uma Igreja com muitas conversões, e ainda hoje é assim.
Cada paróquia tem anualmente entre 200 a 400 batizados de convertidos do budismo. Convertem-se, sobretudo, os habitantes das cidades. Cada ano há 130-150 novos sacerdotes, um para cada 1.100 batizados. Em 2008, os católicos ultrapassaram os 10% de sulcoreanos e aumentam em cerca de 3% cada ano. Em 2009, o número dos batizados subiu para 157.000 e foram ordenados 149 sacerdotes, 21 a mais que em 2008. Mais de dois terços dos sacerdotes têm menos de 40 anos. “Nos últimos 10 anos a Igreja católica na Coreia passou de três milhões para cinco milhões de fiéis; em Seul somos 14%”, disse em uma entrevista o cardeal Nicholas Cheong Jin-suk, arcebispo de Seul.
A Igreja católica na Coreia do Sul é a que mais cresce na Ásia. Na Coreia há plena liberdade religiosa, e o secretário da Conferência Episcopal da Coreia, dom Simon E. Chen, me dizia que os coreanos manifestam uma forte propensão ao cristianismo, porque introduz a ideia de igualdade de todos os seres humanos criados pelo único Deus. Além disso, tanto católicos como protestantes participaram do movimento popular contra a ditadura militar, entre 1961 e 1987, ao passo que o confucionismo e o budismo promoviam a obediência à autoridade constituída. Mais ainda, o cristianismo é a religião de um Deus pessoa feito homem para nos salvar, ao passo que o chamanismo, o budismo e o confucionismo não são nem sequer religiões, mas sistemas de sabedoria humana e de vida. Por último, depois da guerra da Coreia entre o norte e o sul (1950-1953), graças à ajuda norte-americana, a Coreia do Sul conheceu um rapidíssimo desenvolvimento econômico, social e civil, convertendo-se totalmente em um país evoluído e também rico, no qual as antigas religiões não conseguem dar respostas aos problemas da vida moderna.
Característica da Igreja coreana é a ótima colaboração dos leigos na evangelização. A Igreja nasceu na Coreia a partir de alguns filósofos e diplomatas coreanos emigrados que se haviam convertido ao cristianismo em Pequim, e depois, ao retornar à pátria, propagaram a fé e se batizaram. De 1779 até 1836, quando chegaram os primeiros missionários franceses, os cristãos se multiplicaram, depois vieram as perseguições, mas permaneceu em pé o costume de colaborar com a Igreja. Atualmente, na Coreia, quem se converte sabe que deve comprometer-se com um dos grupos, associações ou movimentos paroquiais. Não é admitido o católico “passivo”. Em Seul, onde há mais de 200 paróquias, estive na paróquia dos salesianos de Kuro 3-Dong, em um ambiente de operários da periferia. Já em 1986, os católicos eram 9.537 sobre quase 150.000 habitantes, e os batismos de adultos convertidos eram quase 600 ao ano.
O pároco, o padre Paul Kim Bo Rok, me disse: “Na paróquia somos dois sacerdotes e quatro freiras, mas o verdadeiro trabalho missionário e de ensino religioso é feito pelos leigos, tanto nos oito cursos de catequese, em diferentes horas e para diferentes pessoas, como nos movimentos eclesiais muito ativos, especialmente a Legião de Maria. Cada ano celebramos na paróquia dois ou três ritos de batizados coletivos de adultos: cada vez os batizados são 200, 300 ou mais, depois de quase um ano de catecumenato. É pouco, mas não podemos conceder mais tempo à causa dos numerosos pedidos de ensino religioso. A formação profunda da fé se dá depois do batismo e é levada a cabo pelos movimentos eclesiais. Abraçar o cristianismo significa entrar em um grupo que te compromete a fundo, te dá normas de comportamento e de compromisso, te faz pagar as cotas de participação e te dá as orações para rezar todos os dias. Quando se entra na Igreja se aceita tudo isso. Este é o espírito coreano: ou aceitas e te comprometes ou não aceitas e vais embora”.
Segue dizendo o padre Paul: “Na Coreia a religião é algo sério e comprometido. É verdade que existe o perigo do formalismo, mas é toda a cultura do povo que se configura deste modo. Na realidade, o cristianismo é a força principal que influi na consciência pessoal, na liberdade da pessoa. Agora estão se apresentando os perigos opostos ao formalismo: o secularismo e o materialismo prático que afastam do espírito religioso. A Coreia do Sul conhece um prodigioso desenvolvimento econômico, desapareceu nela a pobreza de há 30 anos: hoje, existe para nós a passagem para a abundância e também da riqueza. Diante disso devemos reagir com uma formação cristã mais profunda e pessoal. Somos superados pela leva de conversões, por isso pedimos ao mundo cristão ao menos a ajuda da oração”.
Os batizados são administrados geralmente na Páscoa, Pentecostes e Natal. Na paróquia de Bang Rim Dong, em Kwangiù, na Páscoa de 1986 participei da Missa e do batizado de 114 adultos e seus filhos. Foi uma festa popular, com uma longa procissão de homens e mulheres, meninos e meninas vestidos de branco para receber o batismo. Houve cantos, músicas e muita alegria. Na Igreja católica coreana está em pleno desenvolvimento o programa “Evangelização 20-20”, isto é, o esforço de converter 20% dos sulcoreanos até 2020. Talvez não cheguemos a esse número, mas só o lançamento deste programa em 2008 já demonstra a fé entusiasta dos leigos batizados, porque os protagonistas são eles e todos sabem disso.
Na Páscoa deste ano, em 8 de abril, na Coreia e no mundo das missões, outras dezenas de milhares de catecúmenos ingressaram na Igreja. Não se deve ser pessimista em relação ao futuro do cristianismo e da Igreja católica. Nós, do velho continente, atravessamos um período de crise da nossa fé, mas nas jovens Igrejas a ação do Espírito Santo nos dá uma injeção de esperança e de alegria pascal.