Al
toque de diana, se levantaron todos.
Nadie
había pegado los ojos en aquel inmenso barracón. Los presos habían estado de
plantón hasta la madrugada, después de una jornada de palizas y amenazas de
fusilamiento, y corrían rumores de exterminio.
Un
preso recién llegado de Montevideo, que todavía no había perdido la cuenta del
almanaque, informó:
--Hoy
es domingo de Pascua.
Los
cristianos se pasaron la voz. Había que celebrar. Estaba prohibido juntarse, no
se permitía ninguna clase de reunión, fuese para lo que fuese, y en carne
propia los presos habían aprendido que la prohibición no era ningún chiste.
Pero había que hacerlo.
Los
demás presos, los que no eran cristianos, ayudaron. Algunos, sentados en las
cuchetas, vigilaban las puertas de rejas. Otros formaron un anillo de gente que
iba y venía, caminando como al descuido, alrededor de los celebrantes. Y al
centro, ocurrió la ceremonia.
Miguel
Brun susurró algunas palabras. Evocó la resurrección de Jesús, que anunciaba la
redención de todos los cautivos. Jesús había sido perseguido, encarcelado,
atormentado y asesinado, pero un domingo como éste había hecho crujir los
muros, y los había volteado, para que toda prisión tuviera libertad y toda
soledad tuviera encuentro.
En
el barracón, no había nada. Ni pan, ni vino, ni vasos siquiera. Fue la comunión
de las manos vacías. Miguel ofreció al que se había ofrecido:
--Comamos
-susurró-. Este es su cuerpo.
Y
los cristianos se llevaron la mano a la boca, y comieron el pan invisible.
--Bebamos.
Esta es su sangre.
Y
alzaron la ninguna copa, y bebieron el vino invisible. Después, se abrazaron.
Eduardo
Galeano
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