quarta-feira, 7 de novembro de 2012

En un tiempo de crisis


   VIVIVIENDO EN UN TIEMPO DE CRISIS SOCIAL Y ECLESIAL.

1.  La crisis no es necesariamente algo negativo. Al contrario, puede y muchas veces resulta ser una oportunidad de evaluación,  profundización y renovación.

2.  Vivimos participando de dos modelos de Iglesia, como en una familia están conviviendo los abuelitos, que vivieron en otra época y realidad y los jóvenes universitarios de una nueva generación. En muchos valores y costumbres coinciden. Sobre otros, tienen diferente entendimiento y práctica. Sin embargo, a pesar de las inevitables tensiones, no solo logran convivir, sino que es posible ir captando los valores de unos y de otros y no solamente sus limitaciones y “provocaciones”.

3.  En lo que toca a la realidad eclesial, lo que se identifica en todos los análisis contemporáneos serios y objetivos convergen en los siguientes puntos:

a)   La Iglesia sigue ejerciendo su responsabilidad de llegar a todos, pero sin una adecuada instancia de contacto de base (directo, inmediato y adecuado a la cultura y realidad donde se encuentra la gente);

b)  Los dirigentes, las instituciones, los proyectos y programas, el lenguaje y declaraciones eclesiásticas no están alcanzando de manera significativa a la gente. Todas esas iniciativas y las energías gastadas se tornan inefectivas por el modelo  eclesial del cuál hacen parte: dominantemente sacramental, devocional, catequético, administrativo, burocrático que se estructuran como una “cristiandad” de poderes absolutos, en nombre de Dios. Todo viene concentrado en el ministro ordenado sin verdadera participación del Pueblo de Dios a quienes los ministerios deben servir.

c)   Los bautizados pueden vivir toda su vida sin una experiencia efectiva de ser comunidad misionera y misión comunitaria.

d)   Se dio una real separación del mundo, dentro del cuál (y no del edificio “sagrado”) la Iglesia tiene que ser fermento del Reino. En la práctica, los documentos, catecismos y rubricas litúrgicas se tornan mas importantes que la Palabra de Dios (no en la teoría, sino en la práctica);

e)   La misión pasó a ser entendida como proselitismo para recuperar los que se fueron de la Iglesia; o como oportunidad de afervorar a los católicos, llevándolos a la práctica sacramental que había sido perdida en sus vidas.

f)   El ecumenismo se volvió un espacio para los “expert” y no llega a ser una práctica habitual del conjunto de los cristianos.

g)   El esfuerzo de “formación” bíblica, teológica, litúrgica, pastoral… ha formado un grupo de élite, las “bases” siguen todavía fuera de esa oportunidad.

h)   Los pobres son mencionados en casi todos los documentos oficiales, en la práctica raramente se supera lo asistencial y promocional. Muy raro encontrarse una Iglesia en la cuál los pobres puedan ser sujetos significativos, particularmente en se tratando de cambios estructurales.

i)    El cuadro teológico-pastoral de la estructuras y organizaciones eclesiásticas continua siendo eclésio-céntrico, medieval-feodal, de cristiandad y no se fue, como lo había pedido Benito XVI, al patio de los gentiles, en una prioridad a la diáspora católica.

j)   No se consiguió mantener la propuesta de Pastoral de Conjunto en las diócesis y menos todavía a nivel de las parroquias. Cada sector pastoral, muchas veces se mueve desde una teología diferente (Particularmente en lo que atañe a la Cristología y  eclesiología). En las parroquias y diócesis no hay una formación común. Los movimientos ofrecen orientación específica, en torno a sus propias metas y proyectos inmediatos. Están preocupados en preparar para el movimiento, no tanto para la Iglesia.

k)   Los teólogos oficiales son repetidores del pre-vaticano, no atraen a las generaciones contemporáneas, tienen cada vez menos seguidores. Los teólogos creativos han sido silenciados, satanizados y son precisamente los que han concentrado la mayor parte de la atención de las jóvenes generaciones en la Iglesia. El apoyo oficial, sin embargo, está públicamente dado a los ultra conservadores y los seminarios están preparando los futuros ministros, en esa línea

l)     No se preparó una generación de “relevo” después del Vaticano II

m)  El conjunto de la tradición católica sigue influenciada por el juridismo del Imperio Romano; por la metafísica griega y el elitismo judío.

4.  QUE SIGNIFICAN LAS CEBS?

a)   Las CEBs son la misma Iglesia en semilla. Lleva en su íntimo la fuerza de ser comunidad, la atracción por la Palabra de Dios, la gracia de una espiritualidad de estar con los que sufren, los olvidados, los últimos y el dinamismo misionero que le ha sido dado (como Iglesia, de la cuál es la mínima expresión) por el mismo Jesús.

b)  La meta de las CEBs es el Reino de Dios no es la de concentrarse en tareas intra-parroquiales  (Ser Iglesia en pequeño es ser la señal, la mediación histórica y primicia del Reino).

c)   Las CEBs son como el eje, o foco, o el “hub” en el esquema aeronáutico – que concentra y envía – que vive en comunión e autonomía, diversidad y unidad (sin uniformidad).

d)   Dentro de las comunidades las Parroquias asumen ser una red de comunidad, instancia a servicio de la coordinación, formación y pastoral de conjunto.

e)   Las CEBs no solamente ubican nuevamente la Iglesia en medio a la vida, sino que también permiten que el Pueblo de Dios de la base pueda ser sujeto misionero, fermento evangélico en su realidad (no se trata de proselitismo).

Meio século atrás, dizia Yves Congar


"Impressiona-me constantemente o irrealismo de um sistema que tem suas teses e seus ritos, também seus servidores, e que canta a sua canção sem olhar para as coisas e para os problemas tal como são. O sistema está satisfeito com suas próprias afirmações e suas próprias celebrações. Tudo se desenrola em um plano diferente dos problemas reais, em um universo completamente diferente do dos homens". Congar anotava isso no dia 24 de novembro de 1954.

(Meio século depois parece que não mudou muito o que ainda encontramos nos ambientes eclesiásticos).

terça-feira, 6 de novembro de 2012

O concilio mudou muitas coisas...

O testemunho é de Robert Blair Kaiser, correspondente da revista Time em Roma e que cobriu as quatro sessões do Concílio Vaticano II, de 1962-1965, em conferência publicada pela revista britânica The Tablet, 11-10-2012. A tradução é de Martin Sander.
Eis o artigo.
Hoje ambas as alas da Igreja estão dizendo que o Concílio foi um fracasso. A ala esquerda diz que ele não foi suficientemente longe. A ala direita diz que foi longe demais.
Não acredito que o Concílio tenha sido um fracasso, pois ele mudou a maneira de viver – e de pensar – dos católicos. Creio que a carta escrita no Concílio Vaticano II seja a única coisa que vai salvar a Igreja, a Igreja Povo de Deus, não a igreja hierárquica.
Eu detinha uma vantagem peculiar no Concílio Vaticano II. Eu era o enviado especial da revista Time, para lá enviado, em parte, porque eu tinha passado 10 anos em uma ordem Jesuíta e porque era um dos poucos repórteres na terra que podiam falar latim fluentemente, a língua oficial do Concílio. Então, aqui estou eu em meados de agosto de 1962, conversando com o secretário do Papa João XXIII, Loris Capovilla, na residência de verão papal – o Castel Gondolfo. De repente, lá vem João XXIII saltando até o corredor de mármore. “Por que”, diz ele, de braços estendidos, “Que surpresa maravilhosa!” Naturalmente, essa não era uma surpresa. Tudo havia sido preparado e organizado com antecedência por um amigo da revista Time em Nova York, o cardeal Francis Spellman. Dessa forma, o papa não estaria quebrando a tradição.
Eu pensei que poderia conversar informalmente com o papa por alguns minutos e então sair. Mas não. O papa agarrou-me pelo cotovelo e disse que tinha algumas coisas que ele queria dizer. Ele estava finalmente pronto para dizer ao mundo (e ele escolheu fazê-lo através da revista Time) que ele não pretendia que seu Concílio fosse um evento estritamente da Igreja, mas um evento mundial projetado para reunir pessoas, pessoas de todas as religiões, mesmo os chamados comunistas ateus.
Seus predecessores, Pio XI e Pio XII, tinham montado cruzadas contra o comunismo. Como um historiador, o Papa Roncalli sabia que desastre haviam sido as Cruzadas. Agora, disse ele, que o mundo estava armado com ogivas nucleares de megatons, havia chegado o momento de dizer: “Não há mais cruzadas”. Na verdade, ele não queria que o Concílio lançasse condenações contra qualquer coisa ou qualquer pessoa.
O editor para assuntos estrangeiros da revista Time, Henry Grunwald, não queria acreditar no meu relatório, mas o que ele poderia fazer? Este correspondente de Roma tinha falado com o papa, e ele não. Assim, a revista Time foi para as bancas com o meu relato sobre No more crusades [Crusadas não mais], e sobre muitas outras iniciativas que o papa estava começando a propor.
Grunwald teve de admitir: “nós temos que ficar de olho nesse Papa Roncalli. O que é essa palavra aggiornamento? Sobre o que é isso tudo?”
Tive que admitir: aggiornamento era uma palavra bastante ousada para o papa utilizar na Roma aeterna, onde nada nunca mudou. Como você pode “atualizar” uma igreja que nunca muda? O cardeal superior em Roma, Alfredo Ottaviani, o pró-prefeito do Santo Ofício da Inquisição, não poderia conceber nenhum das alterações implícitas na palavra aggiornamento, e logo teólogos como Yves Congar, Jean Danielou, Karl Rahner e Edward Schillebeeckx (os quais haviam sido silenciados antes do Concílio Vaticano II por seu “pensamento radical”) me informaram que Ottaviani estava fazendo quase tudo o que podia para colocar obstáculos no caminho dos grandes projetos de mudança do Concílio. E por que ele não iria? Seu brasão dizia tudo: Semper idem. Sempre o mesmo.
Como o Concílio faria essa atualização? Logo no início, não era muito claro para ninguém, talvez nem ao menos para o próprio papa. Ele era um homem modesto que costumava finalizar suas piadas com seu secretário com uma deixa impactante: “Eu não sou infalível, você sabe!” Mas ele teve uma intuição: que 2.500 bispos incentivados a falar livremente em uma espécie de parlamento dos bispos descobririam como.
E assim eles fizeram rapidamente. Após um debate de um mês sobre se a Igreja deveria abrir mão de sua tradicional missa em latim para o vernáculo, os padres conciliares votaram, com 2200 votos a favor da língua do povo, e apenas 200 contra. Foi nossa primeira pista de que o Concílio Vaticano II estava tentando recriar uma Igreja do povo.
Até esse momento, os bispos haviam sido parte da ecclesia docens, a Igreja que ensinava, enquanto o resto de nós éramos a discens ecclesia, a Igreja que aprendia. No Concílio, contudo, todos os bispos tornaram-se parte da Igreja que aprendia. Hobnobbing juntamente com teólogos como Congar, Chenu, Danielou e Schillebeckx começaram a falar da Igreja de novas maneiras, prometendo criar um novo tipo de Igreja, uma Igreja do povo, não uma igreja que se tornava cada vez menos relevante devido ao excessivo clericalismo, juridicismo e triunfalismo. Algumas das melhores intervenções do Concílio agora clamavam por uma igreja que acreditava que Deus agia em todos os homens e mulheres, nos indivíduos, bem como na humanidade como um todo. Uma Igreja que queria ser tudo o que nós poderíamos ser – tanto nessa vida como na próxima.
Quando o Concílio foi aberto, procurei pelo mais famoso pregador católico de América, o bispo Fulton Sheen (ele estava hospedado no Excelsior, o hotel mais caro da Via Veneto), para perguntar-lhe sobre suas esperanças em relação ao Concílio. Ele recusou meu pedido, negando a própria humanidade do Concilho. “Será tudo sobre o Espírito Santo”, disse ele. “Ele nos dirá o que dizer e o que fazer.” O bispo Sheen não me disse como eu conseguiria entrevistar o Espírito Santo.
Tentei entrevistar a todos que eu pudesse, muitas vezes em dias de 18 horas e, para minha surpresa, eu estava conseguindo publicar histórias sobre o Concílio na Time quase toda semana. E então, ao final da primeira sessão do Concílio, a editora Macmillan, nos Estados Unidos, e Tom Burns da Burns, Oates & Washburn pediram para fazer um livro sobre a primeira sessão do Concílio. Os editores da Time me deram seis semanas de folga para escrevê-lo. Eu fui para a sede da Congregação do Verbo Divino em Roma e escrevi sem parar (exceto por umas duas horas de pausa para almoço em casa todos os dias). O Observer serializou o livro em publicações de extratos do texto na primeira página de seu jornal de domingo, por quatro domingos consecutivos, em agosto de 1963. E quando o livro saiu, primeiro em Londres e Dublin, ele disparou para a o número um na lista dos mais vendidos.
No livro, eu usei uma metáfora estendida, imaginando a Igreja como a barca de Pedro, um barco que havia ficado ancorado por muitos séculos, com sua parte inferior tão incrustada com cracas que ele não conseguia navegar. Disse eu que, com o chamado do Concílio, o Papa João havia figurativamente lançado aquele navio sobre os mares do mundo.
Paulo VI gostou tanto da imagem que ele pediu a um de seus amigos monsenhores norte-americanos, que vivia em Roma, para pedir-me permissão para ter meu livro traduzido em italiano e publicado em benefício dos bispos que não entendiam que o Concílio estava tentando criar um novo tipo de Igreja – menos preocupada com seu próprio poder e mais a serviço da humanidade.
Minha imagem da barca de Pedro enfatizava o que era diferente sobre o Concílio Vaticano II. Em todos os outros Concílios da história (20 no total) a Igreja se voltou para si mesma. Este Concílio, por outro lado, voltou-se para o mundo.
Nem todo mundo entendeu isso imediatamente. A cúria do Papa João não compreendeu na época – e talvez jamais o tenham entendido. Os mais curiosos entre vocês talvez queiram ler o Journal of the Council, de Yves Congar, um diário sobre seu exaustivo e desgastante trabalho nos bastidores, lutando com o cardeal Ottaviani e seu assessor-chefe, o jesuíta holandês Sebastian. Para se preparar para o Concílio, eles elaboraram um compêndio da fé conforme enunciado por todas as encíclicas papais escritas desde Pio IX, fazendo o possível para tornar o Concílio Vaticano II outro Concílio de Trento.
“Está tudo errado”, Congar escreveu. “Isso é um absurdo papal. Estão transformando o Concílio em um manual didático que não vai ajudar a promover o aggiornamento que o Papa João XXIII está conclamando – uma recriação do que foi a fé em seus primórdios primitivos. Para redescobrir a beleza daquela fé, precisamos olhar mais profundamente para a Sagrada Escritura e estudar os Padres da Igreja. E só então o Concílio falará ao mundo em uma linguagem que esse pode entender.”
Hoje, ao ler a anotações de Congar, percebo que minha matéria na Time e meu livro sobre a primeira sessão do Concílio refletiam apenas palidamente a feroz batalha que estava acontecendo. O Observer tinha um pôster para a minha série que apareceu em todas as estações de metrô de Londres. A manchete gritava: “A conspiração para barrar o Papa João. Leia Congar e você vai ver que aquela manchete era um eufemismo.
Por que estou contando essas histórias? Porque quero que você esteja ciente, durante o próximo ano, dos esforços para estupidificar o Concílio, dos esforços para convencê-lo de que o Concílio pouco mudou a igreja. Eu acho que ele a mudou, e depois que você lembrar o tipo de Igreja com a qual vivíamos antes do Concílio Vaticano II, acredito que você concordará e se alegrará comigo e ficará feliz com o que o Concílio conseguiu fazer, irreversivelmente, eu espero.
O Concílio mudou a forma como pensamos sobre Deus, sobre nós mesmos, sobre nossos cônjuges, nossos primos protestantes, budistas, hindus, muçulmanos e judeus, até mesmo a forma como pensamos sobre os russos. Enquanto uma meia dúzia de bispos insistia por uma condenação conciliar do comunismo, João XXIII continuava a insistir que esse tipo de conversa só iria explodir com o mundo. O Papa João e seu Concílio fizeram alguns movimentos preliminares que ajudaram a acabar com a Guerra Fria. Por isso, os editores da Time elegeram João XXIII o Homem do Ano.
Os judeus? O Concílio reverteu o antissemitismo de longa data da Igreja. Até o Concílio, os católicos acreditavam que, se os judeus não se convertiam ao catolicismo, era porque havia algo de errado com eles. Os padres do Concílio mudaram essa perspectiva decidindo que os judeus ainda viviam sua antiga aliança com Deus. Decidimos que não havia nada de errado com os judeus; eles se tornaram nossos irmãos e irmãs.
Antes do Concílio, pensávamos que éramos pecadores miseráveis, quando apenas estávamos sendo nada mais do que humanos. Após o Concílio, tivemos uma nova visão de nós mesmos. Aprendemos a dar maior importância para encontrar e seguir a Jesus como “o caminho” (em oposição ao que dissemos no Credo). Não importava muito o que dizíamos. O que importava era o que nós fazíamos: ajudar a alimentar os famintos, vestir os nus e encontrar abrigo para os desabrigados. Isso é o que nos fez seguidores de Jesus.
Antes do Concílio, nos era dito que seríamos excomungados se colocássemos nossos pés em uma igreja protestante. Após o Concílio (onde observadores protestantes foram recebidos, e a eles foram dados lugares de honra, e cujo termo que a eles nos referíamos já não era mais “protestantes”, mas “irmãos separados”), paramos de lutar contra os metodistas e os presbiterianos e conspiramos com eles na luta pela justiça e pela paz e marchamos com eles para Selma.
Antes do Concílio, pensávamos que apenas os protestantes liam a Bíblia. Após o Concílio, temos visto uma nova apreciação Católica das Escrituras; elas receberam um lugar mais proeminente na missa; e, em muitas paróquias, temos grupos que se reúnem toda a semana para estudar a Bíblia.
Antes do Concílio, tínhamos orgulho de saber que nós éramos as únicas pessoas na terra que poderiam esperar a salvação, de acordo com o mantra que há séculos entoávamos: “não existe salvação fora da Igreja”.
Após o Concílio, começamos a ver que havia algo de bom e algo de grandioso em todas as religiões. E não mais achávamos que tínhamos todas as respostas. Após o Concílio Vaticano II, começamos a pensar em nós mesmos não como “a única e verdadeira Igreja”. Nós éramos “um povo peregrino”. Essa expressão trazia à mente a imagem de um grupo de viajantes humildes em uma viagem na qual, embora estivéssemos sujeitos à chuva, neve, ventos, furacões, sede, fome, pestilência, doenças e ataque de leopardos e gafanhotos, continuávamos nossa caminhada com oração e esperança de que iríamos, de alguma maneira, chegar ao nosso destino. A imagem foi calculada para combater um antigo autoconceito que não se sustentava quando em escrutínio – uma igreja triunfante que tinha todas as respostas, dominando a humanidade.
Antes do Concílio, identificávamos “salvação” com “chegar ao céu. “Após o Concílio, sabíamos que tínhamos a obrigação de trazer justiça e paz para o mundo na nossa própria sociedade contemporânea, compreendendo de uma nova maneira as palavras que Jesus nos deu quando ele nos ensinou a orar: “venha a nós o vosso Reino, seja feita a Vossa vontade assim na terra como no céu.”
Por fim, entre as figuras mais influentes no Concílio, encontramos duas almas humildes, uma mulher, Dorothy Day, fundadora do movimento Trabalhador Católico, a quem não foi dado o direito de falar aos bispos reunidos no Concílio Vaticano II (a nenhuma mulher foi) e uma figura que se parecia com um pássaro, Dom Helder Câmara, arcebispo de Recife-PE. Ambos andavam por Roma dizendo a bispos individuais e àqueles que estavam reunindo o documento de coroação do Concílio, Gaudium et Spes: por favor, não se esqueçam dos pobres.
O Concílio não se esqueceu dos pobres, e a declaração de Roma, em outubro de 2011, que aliou a Igreja com os pobres do mundo só prova que mesmo os atuais detentores de poder na Igreja (ainda tão isentos de prestar explicações) entenderam a mensagem. Vou citar Gaudium et Spes:
"As alegrias e as esperanças, o pranto e as ansiedades dos homens dessa época, especialmente aqueles que são pobres ou que de alguma maneira sofrem, estas são as alegrias e as esperanças, as tristezas e as ansiedades dos seguidores de Cristo."
Antes do Concílio, éramos obcecados pelo pecado. Era pecado comer um hambúrguer na noite de sexta-feira após o jogo. Após o Concílio, passamos a ter um novo senso de pecado. Nós não machucamos a Deus quando pecamos – nós pecamos quando machucamos alguém, ou nós mesmos. Após o Concílio, tivemos uma nova visão de sagrada esperança de nós mesmos, redefinindo a santidade como o famoso monge trapista Thomas Merton fez: ser santo é ser humano.
Antes do Concílio, nos era dito que estávamos condenados ao inferno se fizéssemos amor com nossos cônjuges sem a finalidade de fazer bebês. Após o Concílio, sabíamos que tínhamos um dever (e o prazer aprovado por Deus) de fazer amor, mesmo se não pudéssemos ter outro bebê.
Antes do Concílio, pensávamos que Deus falava diretamente ao papa e que ele transmitia a palavra para a pirâmide eclesiástica – primeiro aos bispos, em seguida, para os sacerdotes, em seguida, às freiras e, devidamente filtrada, para nós. Após o Concílio, aprendemos uma nova geometria. A Igreja não era uma pirâmide. Era mais como um círculo, onde todos são incentivados a ter voz. Nós somos a Igreja. Nós temos o direito e o dever de pronunciar-nos sobre o tipo de Igreja que queremos.
Por favor, note que a maioria dessas alterações não surgiu porque os padres conciliares renovaram o que nós já havíamos professado crer no Credo dos Apóstolos. Eles não mudaram nossa fé, eles não propuseram uma nova compreensão de Deus. Ainda é um só Deus, duas naturezas, três pessoas. Apenas nesse sentido posso concordar com o Papa Bento XVI quando ele continua insistindo em algo que ele chama “a hermenêutica da continuidade.”
Eu tenho que concordar com ele quando afirma que o Concílio não propôs nada de novo. Não, chega de novos dogmas. (E graças a Deus por isso. A última coisa que católicos modernos e pensantes querem são dogmas de qualquer espécie. “Dogma” e “dogmático” são palavras que não nos soam muito bem. Quando eu penso em dogma, penso nas centenas de anátemas estabelecidas pelo Concílio de Trento: “acredite nessas proposições dogmáticas, ou seja condenado”).
Quando Jesus se dirigia à multidão naquela encosta à beira do lago, ele não iluminava suas mentes lendo-lhes os Dez Mandamentos. Ele ateava fogo em seus corações dizendo-lhes o que lhes faria feliz.
Os padres conciliares não seguiram o exemplo de Trento. Eles seguiram o exemplo de Jesus. Eles não anatematizaram nada e ninguém. Eles definiram um novo estilo de pensar sobre nós mesmos como seguidores daquele que nos disse como poderíamos ter vida e tê-la mais abundantemente.
Erramos se passamos um pente fino nos dezesseis documentos do Concílio Vaticano II esperando encontrar garantias explícitas para a Igreja que queremos ver tomando forma no futuro. Só podemos capturar o significado real e revolucionário do Concílio olhando para o novo tipo de linguagem que permeia todos aqueles documentos. Não era o tipo de linguagem legalista que o Cardeal Ottaviani amava. O jesuíta americano John W. O” Malley, autor da obra de maior autoridade sobre o Concílio, O que aconteceu no Concílio Vaticano II, diz que a mensagem do Concílio estava escondida à primeira vista. O’Malley a descreve contrastando a nova linguagem com aquela antiga: em jogo estavam quase que duas visões diferentes do catolicismo: comandos passam a ser convites e leis passam a ser ideais; a definição passa a ser mistério, as ameaças, persuasão; a coerção passa a ser consciência e o monólogo, diálogo; reinar passa a ser servir, expulsão passa a ser integração e do vertical passa-se para o horizontal assim como da exclusão à inclusão, da hostilidade à amizade, da rivalidade à parceria, da suspeita à confiança, de estática à contínua, da aceitação passiva à participação ativa, da busca de culpa à busca de apreciação, de prescritiva à baseada em princípios, de modificação de comportamento à apropriação interna.
Meras palavras? Não acredito. Elas salientam a minha tese de que o Concílio ajudou-nos a todos a ser mais reais, mais humanos e mais amorosos. O Concílio ajudou-nos a perceber que o mundo é um lugar bom. É bom porque Deus o fez, e ele assim o fez porque ele nos amou e amou o mundo também. E assim deveríamos fazer

Estrategias para las CEBs


ESTRATÉGIAS

 

1.  Lo más profundo y urgente desafío contemporáneo es la cuestión de Dios[1].

2.  No hay que perder las oportunidades de proponer CEBS. Se puede aceptar diferentes puntos de partida, desde que las metas y el rumbo estén claramente definidos. La Misión define a la Iglesia[2]

3.  Quien nada propone, nada alcanza. Lamentaciones no atraen a nadie. Convicción y entusiasmos son contagiosos. Todo depende de la mística que se tiene[3].

4.  Toda crisis es señal de que una nueva época está para comenzar. Hay que ver mas lejos que lo que los ojos alcanzan. Ganar la interpretación de los hechos[4]

5.  Identificar y valorar aliados. No sacralizar líderes o esquemas. No renunciar a la bandera cierta porque está en manos equivocadas.

6.  No siempre se puede escoger a los capacitados, pero si, capacitar a los escogidos.

7.  Aceptar ser minoría y usar medios pobres. Los que han creado las crisis no serán los que van a solucionarlas. Minorías abrahámicas, cualificadas y creativas, pueden encontrar una salida en la historia. A ellas y después, las mayorías se unen (Toynbee)[5]

8.  Ser y actuar como equipo. El desconocimiento y división sea entre los movimientos y las CEBs, sea entre las tradiciones cristianas, destinado al fracaso las mejores propuestas[6].



[1]  - Los “ateos” y agnósticos contemporáneos no se interesan por cuestiones estructurales internas a la Iglesia – ordenación de las mujeres, celibato del clero, falta de vocaciones…
[2] La eclesiología no puede ser jerarcología. Tiene que estar en el horizonte del mensaje escatológico del Reino. La Iglesia es  sacramento do Reino, ya lo hace presente.
[3] La causa no es nuestra, es de Dios. Trabajos en equipo con el Espíritu.
[4] Escuchar no solo a la jerarquía, sino también a los destinatarios (Los “jefes” sin la gente se anulan)
[5] Véase que el documento de Aparecida mucho de la teología de la liberación. El cristianismo se torno la religión oficial del Imperio Romano. Los Padres del desierto, fueron los orientadores del cristianismo medieval.
[6] De tanto esperar los cambios que otros deben hacer, dejamos de realizar los que están a nuestro alcance. De tanto sacrificar lo esencial en función de lo urgente, acabamos por no considerar la urgencia de lo esencial. Lo superado  se resiste a ceder, lo nuevo no alcanza a nacer.
 

quinta-feira, 1 de novembro de 2012

Zizola III


A noção de "sinais dos tempos", implicava a mudança do estatuto cognitivo vigente na teologia e no magistério, para os quais, por muito tempo, o mundo era tratado quase somente como destinatário de mensagens de autoridade e de conversões, nem sempre livres, muito menos como sujeito do qual se podia receber, e não apenas ao qual se podia dar.

Era decisiva no Papa Roncalli a convicção de que a fé cristã não é somente um fato de convicção de fé, mas sobretudo de testemunho de amor, e mais, que a fé cristã não seria nada se não fosse sobretudo amor.

"A Igreja – dizia o papa – prefere hoje fazer uso do remédio da misericórdia em vez da severidade. Ela leva em consideração o fato de ir ao encontro das necessidades de hoje mostrando a validade da sua doutrina, em vez de que com a condenação". Dissociando-se dos "profetas da desgraça", João XXIII reafirmava a intencionalidade positiva do Concílio, ou seja, a recuperação do primado pastoral na Igreja, o diálogo com o ser humano moderno e as culturas contemporâneas, a contribuição da Igreja para a construção de uma nova ordem de relações humanas" e o processo de "unidade do gênero humano", um processo que ele considerava como positivo, apesar das contradições do século XX.

Fundamental nessa perspectiva foi a abertura da Igreja ao diálogo com os cristãos separados do Oriente e do Ocidente, com as religiões não cristãs, com os homens e as mulheres de boa vontade. Brotava daí o compromisso da Igreja com a promoção da paz mundial. O Papa João XXIII deu um exemplo disso imediatamente, com um apelo radiofônico nas horas dramáticas da crise dos mísseis soviéticos destinados a Cuba, um apelo graças ao qual os norte-americanos e soviéticos, já à beira da Terceira Guerra Mundial, foram postos sob as condições políticas para deliberar de parar antes do abismo e de retomar o diálogo.

A partir dessa experiência, o Papa João XXIII tomou a decisão de consagrar à questão da paz uma encíclica dirigida pela primeira vez a todos, e não só aos católicos, a Pacem in Terris..

Os conservadores eram culturalmente derrotados pelos novos paradigmas, e algumas frases na boca do cardeal Ottaviani, o seu líder, atestam uma resignação que também é, nos mais lúcidos, a descoberta de que a história é mais forte do que os manuais. Finalmente, eles se aproximaram de entender que a Igreja não poderia prosseguir o seu caminho evangelizador se se reduzisse a um instrumento de uma forma de cristianismo bloqueada no romanismo, na Contrarreforma e na rejeição do Iluminismo.

Mesmo sabendo que o Concílio havia subvertido os seus esquemas mentais, eles continuavam, porém, a combater com o desespero de uma batalha de retaguarda. Nem sempre os meios aos quais recorriam eram dignos da sua virtude intelectual e do seu heroísmo espiritual. O problema de método ocultava um problema político decisivo para aquilo que seria a concepção e a organização do pós-Concílio: se a tentativa de coagular o máximo consenso em torno dos núcleos qualificadores da reforma católica, sob a direção papal, não corresse o risco de oferecer um espaço ao partido tradicionalista a tal ponto de reduzir o porte de algumas conquistas e pré-constituir as condições de um minimalismo interpretativo e aplicativo, fonte de dilacerações mais graves.

Esse era o drama de Paulo VI, mas as cartas já publicadas parecem suficientes para confirmar que, diante do Concílio, ele reivindicava uma posição autônoma, com pactuações diplomáticas diante das chantagens da direita. Apesar  de tudo o Concilio foi além das expectativas.

ZIZOLA II


                No Vaticano II, dois tipos de católicos se confrontavam, tentando entender uns as razões dos outros. Para aqueles que estavam fixados à Igreja dos freios, era uma surpresa: pela primeira vez desde o Concílio de Pio IX no fim do século XIX, a Igreja saía da uniformidade. Não era nada óbvio que esses dois "partidos" pudessem se entender. Uns viam na Igreja sobretudo o depósito que lhe foi confiado por Cristo, a verdade fixada nas definições dogmáticas e nos ritos, e defendiam que era necessário que cada geração a transmitisse intacta e inalterada àqueles que vinham depois.
                Para os outros, o que importava acima de tudo era a evangelização do mundo e, particularmente, dos pobres. Estes se interessavam menos pela instituição como tal, pelo dogma, pela moral do que pela "boa notícia", que era preciso levar aos povos que ainda não a haviam recebido ou a haviam conhecido mal, ou também àquelas sociedades pós-cristãs que o processo de secularização estava agredindo, desmantelando vertiginosamente os aparatos arcaicos, mas obsoletos e agora cada vez menos eficazes do regime de cristandade dentro de cujos privilégios concordatários a Igreja se sentia garantida, muito mais do que envergonhada.
                Sem dúvida, o Papa João XXIII queria o Concílio, não para definir pontos doutrinais ou formular novas condenações, mas precisamente para oferecer em uma linguagem nova e com um magistério predominantemente pastoral a antiga doutrina. Um dia, na audiência habitual com o diretor da Civiltà Cattolica, padre Tucci, hoje cardeal, ele lhe mostrou um dos esquemas preparatórios: "Este texto, veja, contém 14 condenações. Eu as contei. E sabe-se lá quantas outras os outros têm. Podemos continuar assim?".
                Uma  teologia dinâmica emergia na cultura católica, sob o impulso da Théologie Nouvelle, elaborada especialmente pelos mestres da escola francesa, e da renovação bíblica, catequética, litúrgica: lembro muito bem a impressão que me causou o bispo de Vittorio Veneto, Dom Albino Luciani, um amigo de família para mim, quando eu o ia encontrar no quarto que ele ocupava em um instituto de irmãs em Roma. Ele passava as tardes estudando, porque, me dizia, "tudo o que eu aprendi na Gregoriana agora não serve mais; tenho que me tornar estudante de novo e, por sorte, tenho como colega de banco na sala conciliar um bispo africano que me passa os textos dos peritos do episcopado alemão. Assim, posso me preparar melhor".
Podemos entrever nesse episódio os misteriosos slabons do Espírito: o futuro Papa João Paulo I se fazia humilde aluno de uma renovação teológica que transitava pela África, fazia escala na Europa e concluía a sua viagem em um pequeno bispo de Belluno.
                A informação religiosa durante o Concílio teve uma influência libertadora para acelerar o progresso geral da Igreja romana rumo à apreciação das instituições democráticas e à conquista conciliar da liberdade religiosa.
                 
A assembleia do Vaticano II era formada por 7 patriarcas, 80 cardeais, 1.619 arcebispos e bispos residenciais, 975 bispos titulares, 97 superiores gerais de ordens e congregações religiosas, 42 auditores leigos, 400 teólogos. Pela primeira vez, dela participaram em papéis até interativos os observadores delegados das Igrejas e comunidades cristãs separadas da comunhão com a Igreja de Roma.

Reflexão inicio Vat II, inspirada em Zizola


                Não estávamos em uma free-way, mas numa estrada do interior e de terra. Por algumas horas, tivemos que seguir atrás de um caminhão muito grande e lento, que nos enchia de pó. Ele na parte de trás tinha a frase: "Freios poderosos". Forçado a uma marcha tão baixa, tive a liberdade de refletir sobre o fato de que a minha Igreja também era muito grande e lenta, e tinha freios poderosos. Eu não tinha dúvida de que eles eram necessários. Mas o meu jovem motorista de caminhão me fez notar que, quando se tenta viajar com os freios pressionados, eles se superaquecem e se corre o risco de uma catástrofe. Então eu pensei que a Igreja também, que continuava vivendo com os freios pressionados ao menos pela infeliz repressão da crise modernista no início do século XX, estava à beira do superaquecimento, e que o Papa João XXIII tivera uma inspiração ao oferecê-la a possibilidade de mudar de marcha.

A Igreja, que vivia freando, começou a entender, na sua máxima instância de autoridade (João XXIII) e abertamente, que há emergências da Graça para as quais o uso desmedido do freio poderia se tornar temível, pois poderia impedir ou conter as exigências da missão no caminho da Igreja no século.

                Os 8 primeiros concílios foram na Turquia, onde as dioceses eram miríades e que foi, por 12 séculos, não só sede do império cristão do Oriente, mas também a terra de origem do Credo Niceno-Constantinopolitano que todos os cristãos, de Oriente e de Ocidente, recitam durante a celebração eucarística.
                O "espírito do Concílio" não era uma vaga atmosfera utópica e romântica. Tocou o sentido da fé cristã, na qual haviamos sido educado.
As brasas fumegavam debaixo das cinzas, e só basta um sopro para surgir o fogo. Existiam no corpo da Igreja Católica correntes de ideias, aspirações, problemas e pedidos que o predomínio dos órgãos centrais não deixava emergir e até mesmo ignorava ou tentava impedir. O que era necessário para a fé de um jovem era ver que o Papa João XXIII tomava a iniciativa de soprar sobre as cinzas para impulsionar a Igreja no caminho da renovação, em um mundo de imensas transformações, com o processo de descolonização que fazia emergir à história as jovens nações da Ásia e da África, os primeiros sinais da distensão internacional entre Leste e Oeste, depois da morte de Stalin e do XX Congresso do PCUS, o primeiro Sputnik que circulava pelo cosmos, a conscientização incipiente da unidade de destino do gênero humano.
                Essa ideia de uma Igreja que, de pilar da ordem estabelecida e símbolo da imobilidade, decidia se cingir à própria mudança, encorajava os católicos não só a permanecer na fé, mas também a mudar na fé, a assumir uma ideia evolutiva, em vez de estática, da Tradição da Igreja.
                "A mudança de hoje é a tradição de amanhã", lembrava Charles Péguy  aos cristãos muito tímidos.
Não há Tradição que não implique em um movimento constante de retorno às fontes e de atualização. Por isso, o Papa João XXIII gostava de repetir que a Igreja é comparável não a um museu, mas sim à fonte viva do vilarejo, a uma primavera.
                O que a Igreja tem o dever de proteger não é uma espécie de pepita de ouro a ser fechada em um cofre, mas sim um talento que deve ser negociado na dinâmica viva da sociedade, da cultura, da história