En
su última charla en este mismo mes de agosto con el también jesuita Georg
Sporschill, Martini hizo de Malaquías: “La Iglesia debe reconocer los errores
propios y debe seguir un cambio radical, empezando por el Papa y los obispos”. Veía a la Iglesia Occidental
cansada, atrapada por la burocracia y el bienestar, más preocupada por los
signos externos que por abrir la Buena Nueva a los que más la necesitan, a la
amanera de Jesús de Nazaret: “Nuestros rituales y nuestros vestidos son
pomposos” y la contrapone a la “otra” Iglesia cercana al prójimo de monseñor
Romero y los mártires jesuitas de El Salvador. “¿Dónde están entre nosotros los
héroes en los que inspirarnos…?”. Está clara su denuncia profética de que en el
Primer Mundo, la Iglesia actual no puede generar mártires mientras siga cómplice
-por acción u omisión- del pecado estructural.
Y
nos ha dejado tres recetas para salir del agotamiento. “El primero es reconocer
los propios errores, por ejemplo en los escándalos de pederastia: “¿La Iglesia
es todavía una autoridad de referencia o solo una caricatura en los medios?”. El
segundo y el tercer consejo es recuperar la palabra de Dios y los sacramentos
como una ayuda y no como un castigo. “¿Llevamos los sacramentos a los hombres
que necesitan una nueva fuerza?”.
La
partida de Martini nos deja motivos de reflexión y preocupación en una
institución eclesial excesivamente complaciente y poco ejemplar: Para empezar,
falta experiencia religiosa en los propios católicos, quizá por retozar
demasiado en la sociedad de consumo. Nos falta mucha humildad para reconocer que
el Espíritu sopla donde quiere, incluso en los alejados. No recordamos con la
frecuencia necesaria que Jesús estuvo buscando a los apestados de su época, y no
precisamente para condenarlos sino para transmitirles un chorro de amor que
transformaba a cuántos tenían la mínima predisposición de abrirse a Él; que sus
palabras más duras las reservó para los soberbios sepulcros blanqueados, grandes
profesionales de la historia de la salvación; lo recordaba el evangelio del
pasado domingo. Falta valentía para vivir solidariamente, y sobre todo, falta
dejarle a Dios que actúe a través de nuestras manos, haciendo del ejemplo su
imagen y semejanza.
Para
colmo, muchos de los que niegan a Dios, le afirman con su actitud y su conducta.
No tienen fe, pero sus hechos trabajan en la dirección de los valores del
Evangelio, incluso cuando nos recriminan que nos apoderarnos de Dios para
domeñarlo a nuestra horma. No fue un teólogo quien afirmó que “si Dios no es
amor, no vale la pena que exista”, sino Henry Miller. Nuestro reto pasa por
recuperar la práctica del espíritu de las bienaventuranzas y volver a
experimentar la felicidad que viene de Dios; ser creíbles por nuestras obras
porque son las únicas que dan valor a nuestros ritos cuando no se convierten en
causa de desconcierto para quienes buscan sinceramente pero se encuentran con la
caricatura de “la religión del cumplimiento” (cumplo y miento) que mueve más al
escándalo que a la conversión. Descansa en paz el gran profeta de Occidente, el
que mantenía vivo el espíritu del Concilio Vaticano II. (Eclesalia Informativo autoriza y
recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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