KARL RAHNER
SIGNIFICADO PERMANENTE DEL VATICANO II
Karl Rahner fue, sin duda, uno de los expertos más
activos y influyentes del Concilio.
Su vasto y profundo pensamiento teológico, a caballo
entre el neoescolasticismo y el
existencialismo heideggeriano, le permitía enfrentar
desde la fe el reto de la
modernidad. Su discurso, balanceándose a veces con el
ritmo contrapunteado de la
dialéctica, cortante, otras, con nítidas y precisas
distinciones, pero siempre en un
perfecto latín que era la admiración de los Padres
conciliares, causaba un gran
impacto. Su gran humanidad, abierta de par en par a
todo -Iglesia y mundo- y a todos -
representantes de la vieja Europa y de América, y
responsables de las nuevas iglesias
del Tercer Mundo- le hizo capaz de auscultar las más
leves palpitaciones dula
asamblea conciliar y tomarle el pulso a la Iglesia del
momento. Todo esto le permitió
juntar un gran caudal de experiencia sobre el
Concilio. Fue justamente esa experiencia
la que, en una conferencia pronunciada en la
"Weston School of Theology" de
Cambridge, Mass., [1979] le dio la ocasión para
exponer su intuición sobre lo más
significativo del acontecimiento conciliar. El mismo
año publicó el artículo que
presentamos, en el que completa: y amplía esa intuición.
Nadie como él para señalar lo
que hay de permanente en él Concilio, aquello que,
cuando los que allí estaban ya no
estén, ha de seguir latiendo en el corazón de la
Iglesia.
Die
bleibende Bedeutung des Zweiten Vatikanischen Konzils, Stimmen
der Zeit, 197
(1979) 795-806.
¿Tiene el VATICAN II un significado permanente? He ahí la pregunta
que hoy se hacen los
cristianos para quienes la Iglesia todavía significa
algo. Antes de responder a ella,
hagamos algunas observaciones previas.
1. Todo acontecimiento histórico, cuando se realiza,
levanta una polvareda, despierta
emociones contrapuestas, va acompañado de expectativas
y temores de todo tipo,
contrasta con las interpretaciones de los
contemporáneos. Todo eso pasa rápidamente y
no tiene que ver con el significado del
acontecimiento.
2. La cuestión del significado del Concilio puede
plantearse a nivel de Iglesia universal
y a nivel de iglesia regional. Sería triste para una
determinada iglesia que el Concilio no
significase nada para ella, pero esto no afectaría a
la Iglesia universal.
3. La respuesta a la cuestión de fondo, aunque se
formula en indicativo, en última
instancia es imperativa para la Iglesia de hoy y de
mañana. Partimos del convencimiento
de que el Concilio ha planteado a la Iglesia nuevas
tareas y exigencias nuevas. Es algo
que no ha pasado, que está ahí exigiendo un quehacer
futuro. La tesis que voy a
formular a continuación ha de servirnos de punto de
partida para dar una respuesta a la
cuestión del significado.
Concilio de la Iglesia universal
El Concilio es
para mí el primer acto en la historia, en que la Iglesia comenzó
oficialmente a
realizarse como universal. En los
siglos XIX y XX la Iglesia poco a poco
pasó de potencialmente mundial a realmente mundial, de
ser una Iglesia de exportación
europeo-occidental a estar presente en todas partes,
no únicamente a base del sistema de
exportación, sino con un clero nativo consciente de su
propia responsabilidad. Y esta
Iglesia de los pueblos, por primera vez en la
historia, ha ejercido su influjo en el
Concilio, tanto en el campo doctrinal como en el
jurídico.
Aun sin negar el peso específico de las iglesias
regionales de Europa y América, el
Concilio fue realmente universal. A diferencia de los
concilios anteriores, incluido el V.
I, el protagonista aquí fue un episcopado procedente, de todo el mundo. Si
partimos de
esta tesis, que no necesita demostración, no nos hemos
de preguntar ya, desde una
perspectiva europea estrecha, qué nos ha aportado -por
más que sea- a nosotros el
Concilio, sino cuál ha sido su significado permanente
como Concilio de todos los
pueblos.
Unidad pluriforme de la Iglesia de los pueblos
Comencemos por el hecho de la derogación del latín
como lengua común del culto. Sin
el Concilio, el latín hubiera continuado siendo la
lengua litúrgica de la Iglesia católica.
No es preciso ser un profeta para afirmar que este
cambio es irreversible. De momento
Roma recurrirá todavía al latín para que sirva de
pauta a las liturgias vernáculas.
Ciertamente que las liturgias regionales encontrarán
en la unidad de la Iglesia y en la
esencia teológica del culto cristiano el fundamento
último de su unidad. Pero, la
pluralidad lingüística generará un proceso
diversificador cuya relación con su único
fundamento, hoy por hoy, no podemos prever. A la
larga, la liturgia de la Iglesia dejará
de ser una simple traducción de la liturgia romana,
para convertirse en liturgias
autóctonas, cuyas peculiaridades no serán sólo las
lingüísticas.
Es evidente que las antiguas liturgias del Próximo
Oriente no pueden servir de modelo
para esas nuevas liturgias, que no tienen por qué
renegar de su origen histórico, que es
la liturgia romana. Pero, hoy por hoy, no es fácil
predecir hasta qué punto se irán
diferenciando de ella. Ahora bien, si la esencia de la Iglesia se
manifiesta en la liturgia,
la formación de liturgias regionales propias
conllevará el surgimiento de auténticas
iglesias regionales con entidad propia. Esto
es mucho más de lo que las divisiones
territoriales administrativas son para un
Estado.
Relación Iglesia-mundo
Tanto en la GS como en el Decreto sobre la libertad
religiosa, la Iglesia intentó
describir, no por condicionantes externos, sino desde
su propia realidad, la relación
con el mundo secular. Hay allí afirmaciones sobre su renuncia al uso del poder y la
fuerza externa,
sobre la dignidad de la conciencia, incluso la errónea, sobre la
legitimidad de
un mundo secular sin la tutela de la Iglesia. Claro que uno podría
interpretarlas como algo que justamente ese mundo
secular arrancó a la Iglesia contra su
propio sentir o, en todo caso, como expresión, no del
cristianismo, sino de la mentalidad
liberal de los cristianos contemporáneos. Pero, si
resulta que la Iglesia se toma tan en
serio el Concilio, que ahora está dispuesta a
renunciar al poder en el ámbito secular
incluso allí donde podría incrementarlo y que, contra
toda posible tentación, sigue en
pie la exigencia del Concilio de no ceder ya más en
eso, entonces sí que el Concilio ha
hecho algo permanente.
Es posible que particulares - iglesias o responsables-
caigan todavía en la tentación de
pretender imponer a los no cristianos sus convicciones
religiosas mediante presiones
políticas. Antes del Concilio, pudo una mentalidad
clerical afirmar que la falsedad y el
mal carecían de derechos o, en todo caso, sólo por
razones tácticas podían tolerarse:
Después del Concilio, semejante concepción debe ser
condenada en nombre del
cristianismo. No se podrá ya limitar la libertad de los demás en nombre
de la verdad del
cristianismo.
El significado del Concilio no se limita naturalmente,
a este solo aspecto. Pero la
tendencia de los Estados islámicos fundamentalistas,
que imponen el Corán como única
ley civil, nos muestra hasta dónde se puede llegar.
¿Haríamos, si pudiéramos, lo mismo?
¿O renunciaríamos por principio a un poder político
semejante, si pudiéramos tenerlo?
En este punto el V. II se nos presenta todavía como
tarea. También en orden al bien
común se necesita -dice el Concilio- poder y fuerza
Pero los :cristianos no estamos
obligados a ir a la caza de utopías irreales. De
hecho; en el Concilio la iglesia ha
renunciado por principio a una buena parcela de poder
que tenía antes a su disposición.
Se ha traspuesto una frontera y no hay que dar ni un
paso atrás.
La teología del Concilio
1. Teología de transición. En la situación de
transición en que se vivía, la teología
neoescolástica estaba en posesión. Dominaba de un modo
alarmante en los esquemas
previos, preparados por las respectivas Comisiones
romanas y que consideraban
definibles el limbo* y el monogenismo*. Ahora de estos
dos teologúmenos* apenas si
se habla. En el Concilio mismo dominaba el latín en la
.forma de aquella neoescolástica
de manual, para la que el NT resultaba ser un
repertorio de pruebas, sin referencia
alguna a la teología bíblica. Esta era una vertiente
de la teología del Concilio, de la que
no sería justo dejar una impresión totalmente sombría
y negativa. Por el contrario, hoy
sería muy deseable que los jóvenes teólogos
aprendiesen algo de la exactitud conceptual
de la neoescolástica* y de su atenta referencia a la
doctrina del magisterio.
Pero la teología del Concilio tuvo otra vertiente. Era
más bíblica que la neoescolástica.
No sin titubeos, se planteó temas que no provenían de la neoescolástica. Y
puso freno al
maximalismo
teológico por ej. en mariología. Tenía
la convicción de que, aun sin
definiciones dogmáticas, se pueden decir, cosas
importantes en teología. Puede- que a
éstas ,sin ser nuevas ni controvertidas, no se les
haya sacado todo el partido, por no
haber sido explicadas adecuadamente. Así la sacramentalidad de la ordenación
episcopal, la colegialidad y la redefinición
de la inerrancia bíblica como verdad y de una
inspiración compatible con el carácter de la
obra literaria y de su autor humano. Situada
entre estas dos vertientes, la teología del Concilio
fue, pues, una teología de transición.
2. El problema después del Concilio. De esta teología
que recibió el espaldarazo en el
Concilio se trata ahora de saber si, cómo y con qué
rapidez se desarrollará. Lo que en el
postconcilio ha emanado de la Congregación romana de
la Fe, aunque, sin su impulso,
conserva algún rastro de la teología conciliar,
resulta demasiado neoescolástico en su
temeroso rechazo de los intentos teológicos
contemporáneos, excesivamente receloso y
poco creativo en las cuestiones que se plantea la
teología actual. S e trata de una
teología que se pone a la defensiva, que advierte y
prohíbe, pero que no es capaz de
apoyar de tal forma sus advertencias y prohibiciones
-en sí acaso no siempre
injustificadas ni inútiles- con, razones sacadas de un
contexto vio y amplio de toda la fe,
que resulte comprensible para quienes están dispuestos
a pensar y vivir de esa fe.
Pero la Congregación de la Fe no continuará así
eternamente. No podrá más o menos
conscientemente secuestrar la teología de la Iglesia
universal imponiéndole fronteras
que el Concilio derribó una vez por todas. No tratamos
de profetizar, sino de sugerir
tareas y suscitar esperanzas, sobre todo cuando en la
teología de los diez últimos años se
advierten síntomas de cansancio y un giro hacia lo
puramente pastoral, hacia una
pedagogía religiosa antropocéntrica de falsa ralea,
que encierra al hombre sobre sí
mismo.
3. Teología plural. A pesar de todo, la teología
continuará su camino novedoso. De
acuerdo con el Concilio, llegará a ser una teología
plural de todos y para todos los
pueblos. Y no será un artículo de exportación de los
países occidentales. América Latina
ha formulado ya explícitamente su reivindicación de
una teología autóctona. Pero la
teología de la liberación no tiene por qué ser el
único modelo de esa teología. Es de
esperar que en África y en el Extremo Oriente se
produzcan teologías propias
confrontadas con sus propias culturas. Nosotros, los
occidentales, no precisaremos, por
mucho tiempo, ser exportadores de nuestra teología.
Pudiera parecer como si la tecnología occidental no
tuviera ya cometido alguno. Esto no
es así, porque la teología tiene el cometido
insoslayable de anunciar la Buena Nueva a
lo largo de la historia y en las nuevas situaciones
que en ella se producen. Además la
teología occidental tiene aún una demanda acumulada.
Ha de ser misionera. Ha dé
dirigir su mensaje, no sólo a los que se sienten en la
Iglesia como en casa, sino también
a aquellos para quienes el cristianismo, por múltiples
razones, les resulta ya extraño. Por
esto, la teología deberá ser a la vez dogmática y
fundamental. Es así como, de paso,
podrá prestar un servicio a las restantes teologías,
en la medida en que Occidente, con
su Ilustración y su racionalidad tecnológica, se ha
convertido, de alguna forma, en punto
de referencia del resto del: mundo.
4. La teología del futuro. No se trata aquí de
determinar con precisión cuál ha de ser la
teología del futuro, sus exigencias y su novedad. Lo
que sí podemos asegurar es que,
después del Concilio, un nuevo impulso es no sólo
posible, sino legítimo.
La teología no puede ofrecer ya el espectáculo
monótono de una neoescolástica a todo
pasto. Y es de esperar que en adelante los candidatos
mejor dotados para el sacerdocio y
el episcopado de las denominadas tierras de misión no
hayan de estudiar en Roma, para
ser allí iniciados en una idéntica neoescolástica.
Ha de surgir, pues, una teología universal, que
necesariamente deberá abordar las
cuestiones urgentes de cada medio cultural, dejando de
ser monolítica. Y precisamente
esta diversidad, que no puede ser ya negada, deberá
determinar la peculiar forma: de ser
de la teología universal: Es evidente que el
magisterio romano deberá ocuparse de otros
quehaceres y deberá emplear procedimientos distintos a
los habituales en tiempos en
que tenía que expresarse en el seno de una misma
cultura.
Ecumenismo: cambio de actitud
1. Dificultad del cambio. El Concilio significa un
corte en la historia de las relaciones
de la Iglesia católica con las otras Iglesias
cristianas y con las religiones no cristianas.
Ciertamente existía ya en la conciencia de la Iglesia
de todos los tiempos una
convicción de fondo que legitima este cambio radical.
Sin embargo, esa convicción no
era operativa. Porque se seguía pensando que los no
cristianos yacían en las tinieblas del
paganismo y sólo podían ser salvos por la predicación
del Evangelio. Y a los no
católicos se les veía como a una masa de herejes que
había que convertir a la única y
verdadera Iglesia católica, sin que esto implicase
ningún cambio significativo por parte
de ella.
No es fácil introducir en la conciencia teológica el
cambio producido con el Concilio,
pues las razones teológicas que lo legitiman se daban
ya con anterioridad. Tales son el
principio de la voluntad salvifica universal de Dios en Cristo; la
doctrina de una posible
justificación
sin los sacramentos, dada la voluntad implícita de pertenecer a la Iglesia; el
valor del
bautismo administrado fuera de la Iglesia católica. Estas evidencias teológicas,
que siempre se dieron, pueden producir la impresión de
que nada cambió en la relación
entre la Iglesia y el resto de la humanidad. Por otra
parte, a diferencia del ingenuo no teólogo,
el teólogo católico no puede concebir la aproximación
y la relación positiva
entre las confesiones cristianas y de éstas con las
demás religiones como si no existiera
ninguna diferencia significativa y, por tanto, como si
no quedara nada por hacer, como
si la estructura esencial de la Iglesia católica no
fuera más que un producto arbitrario de
la casualidad histórica, que vendría a explicar por
igual, tanto la historia de las otras
religiones como la suya propia. Estos dos escollos uno
por la derecha y otro por
izquierda nos impiden llegar a puerto. Intentemos
explicar mejor el cambio operado por
el v. II, aunque lo que digamos para uno sea demasiado
y para otro poco.
2. Cómo explicar el cambio. El cristianismo tuvo
siempre el convencimiento de que
existe una verdadera revelación histórica, una
historia de la fe, la cual no es reiterativa,
sino que siempre es novedosa, siempre acontecen en
ella cambios profundos.
Naturalmente, con el acontecimiento de Jesucristo se
hizo presente la profundidad
inexhaurible e irrepetible de la historia de la
Revelación, que no es posible ni disimular
ni trivializar aquí. Pero con esto la conciencia de fe
de la Iglesia no deja de ser una
magnitud histórica que es unidireccional y tiene
cortes profundos. Si esto no queda
claro en el resto de la sobre la historia de, los
dogmas, es porque hasta ahora ésta se ha
concebido como el resultado de deducciones lógicas a
partir de la Revelación originaria.
¿Qué novedad aportó el Concilio en ese avance
unidireccional e irreversible? Ante
todo, la
cristiandad católica adoptó en el Concilió una actitud nueva y distinta con
respecto a los otros cristianos y a las otras
religiones no cristianas. Y esto fue ratificado
como lo auténticamente cristiano.
Lo decisivo en este cambio de actitud radica en que su
grandeza y radicalidad se oculta
en nuestra conciencia cristiana mediocre y se vuelve
anodina mediante una mentalidad
literal y relativista que la juzga, de antemano, como
una evidencia trivial. Para esa
mentalidad, en el Concilio no hubo nada nuevo, nada
que, fuera de los guetos clericales,
no se conociese desde mucho tiempo atrás. No hay por
qué negar que, históricamente,
esa mentalidad liberal proporcionó, de hecho; el clima
en el que pudo surgir, por
primera vez, la nueva conciencia ecuménica. Pero esta
conciencia brotó de sus propias
raíces cristianas y, como tal, es cristiana. Esa nueva
mentalidad deja atrás
definitivamente aquella otra, que ha perdurado durante
medio, milenio, y se convierte
en vinculante para la Iglesia presente y venidera.
Tomándolo todo sin dejar nada, sin negar los gérmenes
de futuro que existen en el
pasado, entonces habrá que afirmar: antes del
Concilio, la Iglesia católica consideraba
a las otras Iglesias cristianas como organizaciones
heréticas, como comunidades que se
separaron de la Iglesia por error o falta, y que deben
convertirse a ella para poder
encontrar la verdad plena y la perfección cristiana.
Para esta antigua concepción; las
religiones no cristianas se identificaban con las
tinieblas del paganismo, que es lo único
que produce en religión el hombre dejado a sí mismo.
Desde una perspectiva
ecuménica, las Iglesias no cristianas pueden aportar
una herencia histórica positiva a la
historia de la cristiandad, que ni siquiera se dio en
la primitiva Iglesia. Y las religiones
no cristianas ejercen, una función salvifica
positiva para la humanidad no cristiana.
Todo esto no se encontraba de hecho explícitamente en
la conciencia de la Iglesia.
Ahora, tras el Concilio, esa conciencia existe sin que
pueda volverse atrás, puesto que
no es producto de una mentalidad liberal, sino que
constituye un factor esencial en el
desarrollo de la conciencia cristiana, como tal.
Una vez más: el que sostiene una diferencia de
principio entre verdad y error, el que
reconoce la pretensión de auténtica absolutez de la
cristiandad y de la Iglesia, el que
atribuye a, determinadas fórmulas dogmáticas e.
instituciones religiosas un significado
fundamental, que interviene en la decisión sobre el
destino eterno de los hombres, no
puede explicar el cambio operado con el Concilio como
algo obvio, sino que lo deberá
reconocer como un acontecimiento fundamentalmente
cristiano, como una victoria del
cristianismo y no del liberalismo. Este deberá estar
dispuesto a cargar con todos los
problemas teológicos que ha planteado el cambio, lo
cual ni es fácil ni dejará de ser
tarea durante mucho tiempo.
Optimismo salvifico universal
El pesimismo de Agustín: Podemos ir todavía más allá,
para darnos cuenta de una vez
de lo que el Concilio significa para la Iglesia, a
pesar del desinterés de los cristianos. No
hay duda de que se es injusto con Agustín reduciendo a
un solo punto el enorme
despliegue de su teología:: Tampoco debe ignorarse
que' la historia de la conciencia de
la fe ha ido avanzando desde él hasta nosotros paso a
paso y que en la evolución de esa
conciencia han intervenido, como catalizadores, muchas
causas históricas. Esto
supuesto cabe afirmar: Agustín ha inaugurado una
manera de concebir la historia del
mundo y la ha enseñado a la cristiandad por la que,
partiendo de la incomprensibilidad
de la disposición divina, la historia del mundo
resulta ser historia de la massa damnata*,
de la que sólo unos pocos, por la gracia singular de
la predestinación*, se libran. A
pesar de que Agustín constató una y otra vez que los
hay en la Iglesia que. parecen estar
fuera y viceversa, para él el círculo de los que se
salvan coincide casi totalmente con el
de los que creen explícitamente y pertenecen a la
Iglesia. El resto forma la massa
damnata, destinada, por incomprensible juicio de Dios,
a la ruina eterna.
Este pesimismo salvifico de Agustín fue
transformándose poco a poco y muy
laboriosamente en la conciencias de la Iglesia, tanto
teórica como existencialmente.
Desde la condenación de los niños que mueren sin
bautizar hasta el rechazo del limbo
por los teólogos actuales, había que recorrer un largo
camino. Hubo que ir componiendo
pieza a pieza ese mosaico del optimismo salvifico, que
sólo puede malograr la mala
voluntad del individuo, de la que se sigue esperando
que triunfe el poder de la gracia. El
que abrió de par en par las puertas a ese optimismo
fue el V II.
2. Aportaciones del Concilio. El V. II afirma lo
siguiente: el que, siguiendo su
conciencia, es ateo, conecta con el misterio pascual;
de un modo que sólo Dios conoce,
la Revelación contacta con todo ser humano, que tiene
así acceso a la fe; los que en la
oscuridad buscan a tientas al Dios desconocido no
andan lejos del Dios verdadero, si
llevan una vida recta. Con estas afirmaciones el
Concilio deja claro que la Iglesia
no es
tanto la
comunidad de los únicos salvados, como el sacramento, el germen de salvación
para todo el
mundo.
Claro que uno puede decir que este optimismo salvifico
universal queda en pura
hipótesis, ya que puede naufragar por culpa de cada
uno, y que esto ya se enseñaba
comúnmente antes del Concilio. Cierto: ni la Iglesia
postconciliar ha proclamado una
apocatástasis* ni la preconciliar dejó de anunciar la
voluntad salvifica universal. Pero la
doctrina preconciliar era muy abstracta y ponía
condiciones que, después del Concilio,
no pueden mantenerse. El Concilio ha sepultado en el
silencio el limbo; tiene la osadía
de postular la Revelación y, por consiguiente, una
auténtica posibilidad de fe allí donde
el anuncio cristiano no llega; no acepta la confesión
de ateísmo como prueba clara de
que una persona está excluida de la salvación. Todo
esto, ciertamente no concuerda con
la doctrina tradicional preconciliar.
También se podría objetar. antes, tanto en teoría como
en la praxis religiosa, se juzgaba
culpables -nunca de un modo absoluto- a los que se
oponían formalmente al
cristianismo o a la Iglesia, al menos fuera de las
áreas religiosas primitivas. Tal actitud
no era incomprensible como hoy pudiera parecer. Si,
según el v. I, existen argumentos
claros, evidentes y accesibles a los hombres de todos
los tiempos, a favor tanto de la
existencia de Dios y de la Revelación como del origen
divino de la Iglesia, se sigue la
culpabilidad de los que rechazan dichos argumentos y
se oponen a la fe cristiana y a la
Iglesia.
De esta doctrina ni rastro en el v: II. El Papa abraza
a los jefes de las Iglesias no
católicas y a los no cristianos. Un Cardenal de la
curia romana puntualiza en Túnez que
Mahoma fue un auténtico profeta. Todos los diálogos
ecuménicos dan por supuesto que
los interlocutores viven en la gracia de Dios. A pesar
del rechazo de una teórica
reconciliación universal -apocatástasis-, la Iglesia,
en el Concilio y en su manera
práctica de proceder, parte del supuesto de que la
gracia de Dios, no sólo se ofrece a la
libre decisión del hombre, sino que se abre camino en
ella. Cierto que esta actitud tiene
una larga historia tras sí. Pero sólo en el v. II se
hizo clara e irreversible. Puede ir a más,
pero desaparecer, no.
3. El ayer y el hoy. Ayer la teología se preguntaba angustiosamente
cuántos se librarían
de aquella massa damnata. Hoy se pregunta si lo que
debe esperarse no es que se salven
todos. Esa pregunta y esa actitud es más cristiana que
la de antes y es el fruto de una
larga maduración de la conciencia cristiana, que se
acerca más al mensaje definitivo de
Jesús sobre la victoria del Reino de Dios. Al liberal
burgués de hoy esa actitud le puede
parecer obvia, porque nada sabe ni del incomprensible
juicio de Dios ni de su santidad
abrasadora y, por esto, -se le antoja que el mensaje
de la victoria de la gracia de Dios en
el mundo tiene que ver con una justificación de Dios
ante el tribunal de los hombres.
Pero para quien rastrea el misterio de Dios, para
quien vislumbra la espantosa lobreguez
de la historia humana, el optimismo salvifico
universal, por el que, tras larga reflexión,
se ha decidido la Iglesia, es un mensaje sorprendente
que reclama toda la fuerza de su
fe.
Conclusión
Al comienzo he avanzado la tesis de que, con el
Concilio, la Iglesia
comenzó
oficialmente a
realizarse como universal. Esa
Iglesia universal se ha presentado al
mundo y le ha dicho que ella, con todas las fallas de
su historia y todas las oscuridades
de su futuro, se sabe acogida por Dios, por cuyo amor
sin límites se ofrece al mundo
como su fundamento, su fuerza y su destino,
y lleva a cabo desde sí misma el
ofrecimiento de liberación de la historia
humana. Con el Concilio, la
Iglesia se ha
renovado, se ha convertido en Iglesia de los pueblos y, como tal, proclama
al mundo un
mensaje que, si no es otro que el mensaje de Jesús,
hoy se anunc ia con la novedad de
estar más libre de condicionamientos y de ser más
valiente que antes. Desde ambas
perspectivas -la del que anuncia y la de lo anunciado-
ha acontecido algo nuevo, que es
irreversible y permanente. Si nosotros, con la
mediocridad aburguesada de nuestra
actividad eclesial, estamos aquí y ahora asumiendo y
viviendo esta novedad, es otra
cuestión. En todo caso, es la tarea que nos queda por
delante.