segunda-feira, 24 de dezembro de 2012

CONCILIO VATICANO II- E AMERICA LATINA (PAULO SUESS)


La práctica liberadora universal de la humanidad tiene sus reflejos en la práctica liberadora de la Iglesia, con sus presupuestos y horizontes específicos de la fe. En este contexto entendemos la práctica como actividad social genérica y no solamente como relación dialéctica entre la persona humana y la naturaleza. Considerando la ambivalencia histórica y cultural de la condición humana, incluso en las trincheras de los pobres y excluidos, ninguna de esas prácticas es integralmente liberadora.

El concepto de práctica eclesial es muy amplio. Comprende la celebración de los misterios, el anuncio de la Palabra, la diaconía entre los necesitados. Para todos estos campos y tareas, la práctica teológica representa una instancia crítica. A partir de un determinado lugar social y plataforma eclesial, el discernimiento teológico se fundamenta en la práctica de Jesús, en la tradición apostólica, en la tradición histórica del cristianismo con sus reflejos en el magisterio, en los desafíos contemporáneos (“signos de los tiempos”) y contextuales (latinoamericanos) todavía no reflejados en épocas anteriores. La teología busca tejer la práctica liberadora de la humanidad con siempre nueva práctica cristiana en el mundo, a partir de los pobres y de los demás la luz de la revelación, de la tradición y de la contemporaneidad.

En este proceso de reflexión teológica, el llamado círculo hermenéutico se vuelve espiral hermenéutica: expectativa escatológica condensada en la realidad histórica que se intensifica y esclarece, siempre parcialmente, en el camino recorrido. En esta dinámica, el Vaticano II y su interpretación desempeñan un papel fundamental.

 

1.        Disputa hermenéutica en torno al Vaticano II

El 22 de diciembre de 2005, al celebrar los 40 años de la clausura del Concilio Vaticano II, en su discurso programático a la Curia Romana, el actual Papa Benedicto XVI dedicó varias páginas a la interpretación de este evento e hizo algunas preguntas:¿Cuál ha sido el resultado del Concilio? ¿Ha  sido recibido de modo correcto? En la recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho bien? ¿Qué ha sido insuficiente o equivocado? ¿Qué queda aún por hacer?”. Para poder caracterizar las dificultades en la recepción del Concilio, Benedicto citó observaciones de San Basilio después del Concilio de Niceia (325). El Doctor de la Iglesia compara la situación pos-conciliar a una batalla naval en la oscuridad de una tempestad: “El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe..." (De Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A;  Sch 17 bis, p. 524).

Algo que ocurrió en aquel tiempo se refleja, según el Papa, también en la recepción del Vaticano II: “Todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica”. Dos hermenéuticas contrarias, dice Benedicto XVI, disputaron entre sí: la hermenéutica de la reforma o continuidad, y la hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, que “corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia postconciliar”. La hermenéutica de la discontinuidad “afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio”. Resumidamente podemos preguntarnos: ¿el Vaticano II es punto de llegada o punto de partida? ¿La oposición se daría entre los intérpretes de los “textos” y los intérpretes del “espíritu” del Concilio, más allá de los textos? Para reforzar su argumento, Benedicto XVI cita el discurso de apertura de Juan XXIII (11.10.1962), y el de clausura de Pablo VI (7.12.1965), afirmando la continuidad del contenido doctrinal del deposito de la fe y admitiendo cambios solamente en el modo de anunciar estos contenidos.

Según el Papa, el Concilio dio un paso en dirección a la era moderna: el deber de los cristianos es el de estar siempre listos para responder a quien quiera que les pregunte la razón de su esperanza (cf. 1Ped 3,15). Sin embargo, se debe recordar que a la razón de la esperanza se mesclan razones históricas con y razones teológicas de la fe. La razón de la esperanza brota de la revelación que responde a la desesperanza histórica de cada época. Como nuestro acceso a la revelación se reviste de elementos históricos y culturales, es posible y hasta probable que también en la razón de la esperanza se infiltren elementos alienantes, que sólo pueden ser corregidos en condiciones históricas y comunitarias del pueblo de Dios.

El Vaticano II representa una de esas correcciones. La Iglesia admitió, según el propio teólogo y comentador del Vaticano II, Joseph Ratzinger, que “no todo lo que existe en la Iglesia tiene que ser considerado automáticamente tradición legítima, o sea, no toda la tradición que surge en la Iglesia es realización y actualización del misterio de Cristo, sino que, junto a la tradición legítima, existe también una tradición desfigurada”.[1]

Según el discurso mencionado por el Papa, las grandes adaptaciones realizadas por el Concilio ocurrieron en la definición de “nuevos modos” en la “relación entre fe y ciencias modernas”, en la “relación entre la Iglesia y el Estado moderno” y, de modo general, en la cuestión “de la tolerancia religiosa, que exigía una nueva definición sobre la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo”. Probablemente, ya presenciamos en esas “grandes adaptaciones” a una reducción de los temas conciliares a problemas europeos de la época.[2] Otras lecturas son posibles.

El camino latinoamericano realizado mostró que es posible interpretar el Vaticano II también en un contexto eclesial universal. En la complejidad de las cuestiones citadas, de este modo Benedicto 16, “podía emerger alguna forma de discontinuidad” y “de hecho” emergió. Pero es “exactamente en ese conjunto de continuidad y discontinuidad en diversos niveles que consiste la naturaleza de la verdadera reforma”.

 

  1. La naturaleza de la verdadera reforma

La Iglesia Católica demostró que es capaz de admitir, generalmente con atraso de siglos, errores en la recepción de descubrimientos científicos de las ciencias naturales (exactas). De este modo, por ejemplo, revocó formal o informalmente la condena de Galilei, Copérnico, Darwin. Pero la Iglesia misma buscó siempre separar esos errores admitidos de los errores que se refieren a la transmisión del deposito fidei, de cuestiones esenciales de la fe. Por lo tanto, al producir teología se debe apostar pedagógicamente a la “reforma” e no a la “ruptura”. Cuanto mejor se consigue mostrar la continuidad de la teología contextualizada con la tradición apostólica, tanto más fácil serán recibidas las “profundizaciones” latinoamericanas. Un ejemplo claro es la “opción por los pobres”, que obligó al sector hegemónico a asumirla formalmente, no con referencia a la Teología de la Liberación, mas con referencia a la Biblia y a la patrística. Pero, por el hecho de ser histórica, la continuidad incluye discontinuidades en la hermenéutica bíblica y en las prácticas eclesiales, discontinuidades que alcanzan no sólo los modos de presentación, sino también los contenidos de comprensión.

La “verdadera reforma” incluye revisión, cambio y corrección. La “corrección” va más allá de una propuesta de mejor adaptación sociocultural. Ella admite prácticas equivocadas, que precisan ser corregidas. “El Concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad” (Discurso a la Curia, p. 7). El cristianismo, los cristianos y la Iglesia, pueblo de Dios –siempre santos y pecadores– viven en todas las épocas el conflicto entre “verdadera identidad” y alienación. Pero ¿qué sería esa “verdadera identidad”? La Iglesia no es solamente casa inmutable de Dios; es sobre todo “pueblo de Dios”, históricamente transitoria entre la primera y la segunda vuelta del Señor; es “casta meretriz”, según San Ambrosio, que la compara, en su comentario al Evangelio de Lucas, con Rab, la prostituta de Jericó, que salvó algunos israelitas (Js 2ss).

También Clemente Romano, Justino, Irineo, Orígenes y Cipriano reconocen a Rab como prototipo de la Iglesia. En la dialéctica entre “pecadora” y “casa salvadora”, la alienación (el pecado) que forma parte de la identidad eclesial. Ella es divina por su origen en el Espíritu Santo, pero no es Dios. Ella no planea sobre la humanidad. Ella es humana y descendió con las personas que la integran hasta los abismos más profundos. Es un misterio que nunca conseguiremos desvelar ni tampoco armonizar: ¿De qué manera la Iglesia es sacramento del Reino y, al mismo tiempo, casa de la meretriz de Jericó?

La misma palabra aggiornamento es ambigua. Puede significar adaptación y conformación al mundo, y puede significar asunción del mundo a través de lenguajes comprensibles para su redención. Las grandes adaptaciones al mundo moderno tienen sus limites en la función eclesial de ser “signo de contradicción” (Lc 2, 34) en relación al espíritu de cada época. La tarea hermenéutica es comunicar en lenguajes accesibles contenidos que están en desacuerdo con el respectivo “espíritu de la época”, y proponer caminos viables en contramano de sistemas y culturas hegemónicas. La hermenéutica une elementos elementares de comunicación y comprensión con actitudes proféticas que asumen el anuncio y la practica eclesial como “signo de contradicción”. La hermenéutica bíblica es siempre una advertencia profética contra el acomodamiento ad extra, acomodamiento al mundo, y una advertencia interreclesial, una advertencia contra dogmatismo, aburguesamiento y burocratización ad intra.

 

  1. Corrección de la tradición desfigurada

Apropiarse reflexiva e históricamente del depósito de la fe apostólica ultrapasa meros cambios en los modos de anunciar todos los artículos de la fe. Es verdad que en el depositum fidei nada debe ser cambiado, como es verdad que el Espíritu va introduciendo progresivamente los fieles en ese deposito (cf. Jn 16, 13). Existe una dinámica de crecimiento en la comprensión del mensaje de salvación, que nunca es completa. Encuentra sus límites en el misterio de Dios y en el fin de la historia. Negar esa historicidad significaría juntarse al coro postmoderno de los que cantan el fin de la historia en beneficio de narraciones del multiculturalismo liberal, que alimentan la ideología de la “elección libre”, el relativismo sin compromiso y la contingencia radical de la ausencia de sentido.[3] Existe una plenitud virtual del deposito de la fe y una limitación real de comprensión y apropiación de este deposito. Por lo tanto, no se trata sólo de nuevos modos socioculturales de explicación de un depósito completo en la conciencia eclesial desde los tiempos apostólicos, sino de una nueva comprensión reflexiva.

La evolución doctrinal que camina paralelamente a la evolución hermenéutica ya está presente en la revelación misma que nos fue transmitida, desde el tiempo apostólico, en teologías y descripciones diferentes del respectivo evento bíblico. La resurrección de Jesús, mensaje central del cristianismo, nos fue transmitida, como mínimo, por dos relatos bastante diferentes. Seguros de que la historia de la teología hace parte de la historia dogmatica y esas historias conocen incrementos semánticos en la conciencia eclesial que van más allá de meros modos explicativos.

Sin pretender resolver la amplitud que esta discusión genera –por ejemplo, lo que significaría continuidad, reformulación o ruptura con principios substanciales o formales en la eclesiología, en la cristología, en la liturgia–, nos limitamos a algunas consideraciones referentes al campo de la   práctica misionera y de la Teología de la Misión, resumidas en algunos pasos que apuntan a cambios significativos. No representan rupturas con el depósito de la fe, sino retornos a la legítima tradición apostólica en nuevos contextos, y corrección de una “tradición desfigurada”. Se trata, por lo tanto, de “corrección” de algunas tradiciones post apostólicas y no solamente de “adaptaciones” o de correcciones de modos. Medios y modos hacen parte del mensaje.

La era postconciliar nos permitió caminar más allá de las tres adaptaciones a la modernidad, ya mencionadas anteriormente. América Latina, con aliados de la Iglesia universal, forjó otras actualizaciones de los textos conciliares que tienen la dinámica de un camino recorrido:

1.        Del eclesiocentrismo a la centralidad del Reino: la meta de la Iglesia y de la misión es el Reino de Dios (cf. LG 9; DAp 33, 190, 223) como Reino de la vida; su anuncio es históricamente relevante más allá de la historia (realidad sociológica y escatológica).

2.        De la opción abstracta por el “hombre” a la opción concreta por los pobres.

3.        Del territorio misionero a la naturaleza misionera de la Iglesia Pueblo de Dios, que vive en “estado de misión” (DAp 213, cf. AG 2). En la lógica de esta desterritorialización de la misión está el paso de la misión ad gentes a la misión inter gentes (dialogo interreligioso y ecumenismo).

4.        De la supervisión institucional a la inculturación pastoral: significa luchar junto a los pobres y a los “otros” por la redistribución de los bienes y por el reconocimiento del “otro”; significa asumir de cerca la opción por los pobres y con los pobres y los “otros”, con los cuales trabajamos y convivimos con lo cultural y lo materialmente disponible para construir un mundo para todos (DAp 8, 257, 393, 395, 398).

5.        Del monopolio salvífico al compartir la gracia de la salvación: si Francisco Javier y prácticamente todos los misioneros y misioneras hasta la primer mitad del siglo XX eran obligados, en nombre de la Iglesia, a negar la posibilidad de salvación para los no cristianos, el Vaticano II trajo, según las palabras de Benedicto XVI, “alguna forma de discontinuidad”, que la Declaración Dominus Iesus, a causa de la presión del grupo disidente de los lefevrianos, buscó calmar.[4]

 

  1. Plausibilidad de la opción por los pobres

En nuestra práctica teológica y pastoral partimos siempre de algunos “preconceptos” básicos, conceptos y opciones previamente establecidos que orientan esa práctica. Esto justifica que también podemos hablar de un “círculo” hermenéutico entre valores culturalmente heredados, práctica pastoral, reflexión teológica, lectura bíblica y nueva práctica. En ese círculo no se trata de algo repetitivo. A cada vuelta que damos en ese círculo, ocurren incrementos, nuevos aprendizajes y descubrimientos, que permiten hablar de un espiral hermenéutico que produce una ampliación de nuestros puntos de vista. Que esa práctica sea liberadora representa un insight o “preconcepto” de nuestra visión de Dios que necesariamente está vinculada a un proyecto de vida cultural.

¿Qué es anterior: nuestro proyecto de vida cultural o nuestro proyecto bíblico-religioso? Es difícil definir esa anterioridad. Lo que podemos definir es la prioridad de nuestra elección. Nuestra prioridad es la opción por un proyecto de liberación de los pobres y de los “otros”, o sea, un proyecto de liberación integral: socioeconómico y cultural. La cultura en que crecemos nos permite realizar una opción contracultural. Esa opción, por ser profética, cuestiona sectores hegemónicos de la Iglesia misma e incomoda sectores cultural y sistemáticamente adaptados.

La opción por los pobres y por los “otros” tiene múltiples inspiraciones. Partiendo de nuestra cercanía al sufrimiento del pueblo, inspirándose en nuestra lectura bíblica, en nuestra compasión con los humillados, excluidos y despreciados, de la cual emerge nuestra solidaridad política. Al contrario de la elección libre simulada por el mercado, que para cada deseo ofrece una línea de productos, la opción por los pobres es una elección personal y una gracia divina que va en dirección opuesta a los sistemas y gozos ofrecidos por el mercado. La lectura bíblica es una motivación determinante, pero no obligatoria o exclusiva, para colocarse al lado de los pobres. La lectura bíblica también puede inspirar otras elecciones. Jorge Pixley nos alerta:

 

De hecho, la Biblia no habla con una única voz acerca de Dios. Por un lado, Dios escucha el clamor de los oprimidos (Ex 3, 7-9) y, por otro, exige el exterminio de todas las ciudades que resistan a entregar a su pueblo todos sus bienes, sus mujeres, hijos y animales (Dt 20, 10-14).

[…] No es posible hablar con una única voz acerca del Dios de la Biblia. El Dios de la Biblia defiende la línea de los reyes davídicos a través de la boca del profeta Natan y también exige de Jeroboam que se rebele contra Roboam, hijo de Salomón, para establecer un reino de Israel sin reyes davídicos en Efraín […] ¿Cuál es el Dios bíblico, entonces? Ambos. Pero no es posible creer que los dos sean el mismo Dios verdadero que creó cielos y tierra. Todo esto depende de la perspectiva a partir de la cual se lee.[5]

 

¿Cuáles son nuestras lecturas bíblicas que, en el camino de la Teología de la Liberación, se tornaron practicas liberadoras y que obligaron a la Iglesia de Roma a asumirlas como relecturas de la tradición bíblica del cristianismo, pero sin darles el crédito de la Teología de la Liberación?[6] 

Una de esas lecturas bíblicas latinoamericanas, la lectura fundamental y primera, es la opción por los pobres y por los “otros”. Para los cristianos, esa opción posee su fundamento y origen en la comprensión de Dios, que escuchó el clamor de su pueblo, que arrancó ese pueblo de la casa de la servidumbre de Egipto (cf. Ex 20, 2), y que en Jesucristo se encarnó en el mundo de ese pueblo de pobres y oprimidos. Jesús, el Mesías, al comienzo de su misión, paradigmáticamente, venció la tentación del privilegio, prestigio y poder (cf. Lc 4,1ss) para poder, solamente de esta manera, y conforme a la expectativa profética de Isaías (cf. Is 61,1s), anunciar un año de gracia del Señor como Buena Nueva a los pobres, liberación a los presos, recuperación de la vista a los ciegos y libertad a los oprimidos (cf. Lc 4,18s).

 

5. Análisis de la realidad como proceso socio teológico

La liberación ocurre en un proceso de criminalización de los pobres y de sus voces proféticas. Juan Bautista, prisionero con dudas sobre la misión del Mesías que él mismo anunció, recibe el pedido de no escandalizarse con la peligrosidad del anuncio de la Buena Notica a los pobres (cf. Mt 11, 5). La opción por los pobres y por los “otros” nos pone frente a los conflictos centrales de la humanidad que exigen discernimiento, al que comúnmente llamamos “análisis de la realidad”, que es el intento de retirar las “capas engañadoras de la realidad” como crítica radical de las apariencias.[7] La armonización de la realidad o la reconciliación de las clases sociales sin conversión no construye la paz. Aparecida nos recordó que no somos jueces entre las partes, sino partidarios; por lo tanto, abogados de la justicia de los pobres (cf. DAp 395).

 

Según el análisis de la realidad realizado por la teología latinoamericana, Dios no fue puesto en segundo plano, ni tampoco colocado entre paréntesis. Todo lo contrario. Dios, presente en los pobres, es el presupuesto de este análisis. La causa de los pobres está estrechamente entrelazada con la cuestión de la ortodoxia y la verdad. Está en pecado todo aquel que es indiferente delante de la explotación de los pobres. En ellos, la Iglesia reconoce “la imagen de su Fundador pobre y sufriente” (LG 8c). En el cristianismo, esa pobreza de su Dios tiene muchos nombres: desprendimiento-desapego, encarnación, cruz y Eucaristía. “La pobreza –dijo una vez el actual Papa– es la verdadera aparición divina de la verdad”[8], la pobreza reconocida en los “nuevos rostros de pobres” y “nuevos excluidos” (cf. DAp 402, 207).

En Aparecida, en su discurso inaugural (DI) de la Conferencia, el Papa subrayó la articulación cristológica de la opción por los pobres. Repetidas veces el DAp cita esa parte del DI (148, 392, 405, 505). La articulación cristológica y, consecuentemente, trinitaria de la opción por los pobres hace de esta opción, y de sus desdoblamientos concretos, no sólo imperativos pastorales irrevocables, sino premisa de la teología latinoamericana y de su análisis de la realidad. Solamente de este modo es posible evitar una reflexión compartimentada de una visión meramente sociológica, apartada de un juzgar teológico y un actuar pastoral.

En una visión de la realidad que emerge de la opción por los pobres, no precisamos introducir una reflexión complementar sobre los artículos de la fe y sobre Dios. De este modo, podemos responder a las preguntas de Benedicto XVI en su DI en Aparecida: “¿Qué es esta ‘realidad’? ¿Qué es lo real? ¿Son ‘realidad’ sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos?”. Los sistemas marxistas y capitalistas “falsifican el concepto de realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es Dios”. Y continúa el Papa: “Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano”. Nosotros agregaríamos: sólo quien reconoce al Dios pobre en los pobres conoce la realidad. Jesús Mesías nos reveló al Dios de rostro humano, al Dios con nosotros, al Dios del amor mayor en el menor de nuestros hermanos. Por lo tanto, el análisis de la realidad con la premisa de la opción por los pobres, que significa “ver a Dios en los rostros de los pobres”, no permite una fuga intimista o un abandono de la realidad sociológica o una reducción de la opción por los pobres a los grandes problemas económicos, sociales y políticos. Sin embargo, tampoco permite volver a un Credo desencarnado o a un Padre Nuestro sin pensar al “pan nuestro” de toda la humanidad, como prefijo espiritual de un análisis de la realidad pertinente. La opción por los pobres que no pasó por el colador de la crítica profética radical seria una estratagema para perpetuar la pobreza. Con la articulación de la opción por los pobres con el análisis de la realidad, los niveles diferentes del “ver” y del “juzgar” se acercan a la dialéctica de la encarnación: sin confusión y sin separación.

 

  1. Seducción del mercado y focos de acción

Si nuestro punto de partida para la reflexión teológica es el sufrimiento imputado al pobre y al otro en una sociedad de acumulación, opulencia, consumo, hambre y violencia, el punto de llegada visa a transformaciones profundas involucrando nuestra responsabilidad política por el “vivir bien” de todos que se desdobla en luchas por la redistribución de los bienes (contra acumulación y pobreza), por el reconocimiento del “otro” (contra todas las formas de desprecio a la alteridad), por una ética en la administración de la vida pública (contra corrupción y privilegios) y por una ecología socialmente orientada, en fin, por la paz contra todas las formas de violencia.

En un mundo alienado por las exigencias del mercado, por la acumulación del capital, por la aceleración de producción de objetos superfluos o descartables y por los medios de comunicación, también los pobres y los “otros” son infectados por el virus de la alienación. Sobre todo, cuando políticas públicas ofrecen mitigaciones, compensaciones o medidas paliativas para esconder estructuras y causas del sistema perverso de exploración, el virus de la alienación amenaza la identidad de los pobres y la subjetividad de los “otros”; amenaza su autoestima y su creencia en un mundo en el cual todo pueda ser diferente.

El análisis de la realidad y el recurso a la revelación con el prefijo (presupuesto) de la opción por los pobres se inspiran en la experiencia del pueblo de Dios, pueblo santo y pecador, que fue y continua siendo amenazado no solo por los imperios de  Egipto y babilonia, sino que también por el imperio del templo de Jerusalén y por el Imperio Romano cristalizado; es tentado no solamente por la abertura o adaptación al imperio, sino también a cerrarse o por un celo exagerado por la identidad frente al mundo. Ese celo muchas veces, está en la raíz del cerrarse en sí mismo y del fundamentalismo. Además, el trigo y la cizaña no solamente crecen en los campos del pueblo elegido, sino también en el corazón de cada individuo.

La opción por los pobres y por los “otros” nos da la llave de lectura bíblica y la lectura bíblica nos recuerda de la ambivalencia no solamente de los enemigos de Iahveh, sino que también de la ambivalencia del propio pueblo de Dios y de cada uno de sus elegidos. Entre la opción por los pobres, lectura bíblica y la innovadora práctica liberadora de la fe existe un entrelazamiento circular como existe entre identidad, coherencia y relevancia, que siempre son parciales. La identidad no es natural. Es histórica y culturalmente construida, a partir de nuestra opción por los pobres y por los “otros”. Delante de ella, nuestra lectura bíblica puede mostrar y profundizar su relevancia para la vida de los pobres. Esa relevancia, que la Biblia mostró en la historia de Israel, alcanza nuestra conducta, configurando la profundidad y la veracidad de nuestra opción por los pobres.

En el seguimiento de Jesús como práctica teológica y social de una Iglesia samaritana se revela el grado de coherencia de nuestra conducta. Identidad de opción por los pobres, relevancia de lectura bíblica para con los pobres, por los cuales optamos y coherencia con nuestra naturaleza (identidad) configuran el espiral hermenéutico que nos permite crecer e incrementar, permaneciendo lo que somos y ser lo que seremos: siervos inútiles (cf. Lc 17,10) en el cantero de obras del mundo nuevo y ciudadanos del Reino.

 




[1][1] RATZINGER, J. Lexikon für Theologie und Kirche 13, Freiburg, Herder, 1986, comentario a la Dei Verbum 8, p. 519.
[2] Medellín no surgió ex nihilo. Es posible mostrar que el Vaticano II funcionó también como incubadora de la teología latinoamericana postconciliar.
[3] Cf. El postfacio: “La política del real de Slavoj Zizek”, de Vladimir Safatle en: ¡Bienvenido al desierto del real! Cinco ensayos sobre el 11 de septiembre y fechas relacionadas. San Pablo, Boitempo, 2003, p. 179-191, aquí 183s.
[4] Vale la pena recordar en este contexto la Bula Cantate Domino, del Concilium Florentinum, de 1442, y su afirmación: “Firmiter credit, profitetur et praedicat, nullos extra catholicam Ecclesiam existentes, non solum paganos, sed nec Iudaeos aut haereticos atque schismaticos, aeternae vitae fieri posse participes, sed in ignem aeternum ituros, `qui paratus est diabolo et Angelis eius´[Mt 25,41]” (DENZINGER-SCHÖNMETZLER, n. 1351). Al comparar esa Bula con textos del Vaticano II, se nota fácilmente la discontinuidad. Los cristianos, dice la Gaudium et Spes, no son exclusivamente asociados al misterio pascual y a la esperanza de la resurrección: “Esto no solamente vale para los cristianos, sino que también para los hombres de buena voluntad en cuyos corazones opera la gracia de modo invisible. […] Debemos admitir que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de asociarse, de modo conocido por Dios, a este misterio pascual” (GS 22). La Constitución Dogmatica Lumen Gentium es todavía más explícita: “Aquellos, por lo tanto, que sin culpa ignoran el Evangelio de Cristo y Su Iglesia, pero buscan a Dios con corazón sincero e intentan, influenciados por la gracia, cumplir por obras Su voluntad conocida a través del dictado de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (LG 16).
[5] PIXLEY J. O Deus libertador na Bíblia. Teologia da libertação e filosofia processual. São Paulo, Paulus, 2009, p. 14.
[6] Todavía existen muchos sectores de la curia romana que no admiten haber aprendido algo de la Teología de la Liberación y que consideran los mártires latinoamericanos como agitadores políticos que no murieron por causa de la fe. El mismo mecanismo de canonización se volvió un instrumento de confirmación de la  auto relevancia (en la canonización de los Papas) y de una santidad inocente, sin carácter profético de “signo de contradicción”. Esto explica porque, hasta hoy, ninguno de los mártires latinoamericanos postconciliares fue canonizado. También la relación entre dinero y procesos de canonización merece una revisión urgente.  
[7][7] Cf. ZIZEK, Slavoj, Bem-vindo ao deserto do real!, l.c. p. 19.
[8] RATZINGER J., Der Dialog der Religionen und das jüdisch-christliche Verhältnis, in: IDEM, Die Vielfalt der Religionen und der Eine Bund. 3ª ed., Bad Tölz: Urfeld, 2003, 93-121, aquí 116.
 

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